La pinza contra el estado

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Guillermo del Valle, abogado, analista político y promotor del canal de Youtube El Jacobino.

Todavía hay algunos que me miran extrañado cuando insisto en la importancia de la integridad territorial del Estado. Cuando subrayo la importancia de su fortaleza, indisociable de dicha integridad territorial. A decir verdad, lo único que debería extrañarles es su torpe extrañeza. Hablo de gentes que se dicen de izquierdas. Algunos, incluso, se arrogan el monopolio de la izquierda, aunque creo que traducen lo anterior por el monopolio de los buenos sentimientos. Y claro, cuando la categoría de análisis ya no es la razón, ni ninguno de esos análisis se proyectan sobre la realidad material, cuando los sentimientos lo invaden todo y los análisis no son sino clichés, tenemos un problema y uno bien gordo. De ahí los reparos sobre la materia. Como si, al fin y al cabo, eso de la integridad territorial fuera una cosa más, decorado de relleno. Primero los mandamientos habituales de lo que se supone es la izquierda, que a saber vistos tan extravagantes intérpretes, y luego lo otro, que parece terreno propicio para fachas. El gran desvarío con la cuestión territorial sigue ahí, a estas alturas.

Y es que la izquierda, si puede tener voz hoy, es reivindicando necesariamente el Estado. No queda otra. El Estado frente a sus múltiples amenazas. Dos principalmente. La erosión de soberanía que de facto supone una unión montería que le impide hoy tener margen de maniobra alguno en uno de los ejes centrales de la política económica: la política monetaria. Esa cesión de soberanía no fue a cambio de una verdadera integración política, con una unión fiscal, con un presupuesto común en el que las transferencias fueran incondicionales e imperativas, no gravosos y pírricos préstamos con una condicionalidad espantosa. La unión monetaria que supuso Maastricht redujo a la mínima expresión imaginable el poder de los Estados, o para ser más exacto, el poder de algunos Estados. Otros, claro, hegemonizan la unión monetaria, sacando rédito comercial y productivo de ello. Hubo quien dijo que la unión fiscal vendría por añadidura, pero más bien vinieron políticas de austeridad indiscriminada en 2008, esa que vino a llamarse expansiva y que fue más bien espantosa. Hoy seguimos tan lejos como entonces, o con la perspectiva del tiempo tal vez más, de una mínima armonización fiscal, sumidos en un mar de deslocalizaciones y paraísos fiscales. En España, el modelo productivo imperante, hegemónico desde entonces, es uno de servicios, basado en el turismo y la hostelería, de paupérrimos salarios. Los ajustes que vienen impuestos se hacen a través de la devaluación interna, esto es, de la bajada lacerante de salarios. Y así llevamos décadas. Mientras tanto, la presión fiscal sigue lejos de la media europea, y cuando no hay otro remedio que subir los impuestos, a pesar del populismo transversal del que unos y otros son devotos, las subidas que se prescriben son de todo menos progresivas, a través de los impuestos indirectos, los más regresivos e injustos de todos.  

No es ésta la única amenaza que enfrenta el Estado en España. No solo nos enfrentamos a la financiarización de la economía y a la libre circulación de los capitales en el frente exterior, sino que, además, existe un frente endógeno de debilitamiento del Estado. La centrifugación del Estado que trae causa en el propio diseño del Estado de las Autonomías. Desde el mismo momento en que se dio carta de naturaleza a las reivindicaciones del nacionalismo en la Constitución, cristalizadas en el reconocimiento de las nacionalidades (artículo 2) y en la Disposición Adicional Primera con su blindaje de los regímenes forales, se certificó la quiebra de la unidad fiscal dentro de España, y por tanto de la igualdad entre españoles. De ahí emanan los regímenes del concierto económico vasco y el convenio navarro, que constituyen no sólo un indudable privilegio, sino un verdadero agravio comparativo respecto a todos los demás españoles. Por eso una de las exigencias del nacionalismo catalán, antes de andar en dirección al monte golpista, fue el pacto fiscal que el inefable Mas puso encima de la mesa. Un pacto fiscal que, emulando a País Vasco y Navarra, hubiera supuesto la implosión de las arcas públicas del Estado. Una insostenible excepción al deber redistributivo de todo Estado medianamente social, aunque en el caso catalán, por su peso sobre el PIB nacional, hubiera sido una excepción absolutamente insostenible en términos cuantitativos. Porque si nos ceñimos a los cualitativos, cualquier privilegio debería ser descartado de inicio; al menos si nos importa mínimamente la igualdad. Seamos claros de una vez por todas: ¿cómo se puede en nombre de la izquierda querer barrer los vestigios decorativos y nominales del Antiguo Régimen mientras se abrazan los sustantivos? ¿Cómo se puede repudiar al rey pero no a los virreyes de los derechos históricos y otras infames patrañas para camuflar insolidaridad y privilegio? ¿Cómo se puede criticar, con razón, el autonomismo neoliberal e impresentable de la Comunidad de Madrid y defender las transferencias constantes de competencias esenciales a las Comunidades Autónomas en base a supuestas singularidades identitarias? ¿Cómo se puede, en nombre del socialismo, hablar de balanzas fiscales o del principio de ordinalidad cuando está visto que la competencia autonómica en materia fiscal ha deteriorado a la baja, y hasta su práctica desaparición, instrumentos tan progresivos como el Impuesto de Patrimonio y el Impuesto de Sucesiones y Donaciones?

Hoy España es un Estado con una situación geopolítica endeble y constreñida: dentro de la UE, a rebufo de la hegemonía alemana en lo económico, y en la órbita de influencia de EEUU. Sin soberanía monetaria. Expuesto a que los ajustes económicos se hagan recaer sobre los ya maltrechos salarios de los españoles. Con una precariedad generalizada, íntimamente relacionada con un modelo productivo de servicios, desindustrializado, el que tocaba aceptar como precio por la convergencia europea. Sin duda hay margen –aunque muy estrecho– para hacer las cosas mejor. En el ámbito fiscal, para que el Estado no siga diluyéndose en su faceta redistributiva, sería exigible que las fuerzas políticas teóricamente de izquierdas se tomasen en serio la reforma del IRPF para acabar con la inaceptable brecha entre la tributación de las rentas del trabajo y las del capital, recuperasen un Impuesto de Patrimonio y uno de Sucesiones y Donaciones dignos de tal nombre –incompatibles, subráyese las veces que haga falta, con el bazar de las transferencias autonómicas y la competencia a la baja entre las mismas–, revisasen deducciones y bonificaciones del Impuesto de Sociedades, y trabajasen en serio por garantizar una verdadera progresividad del sistema fiscal en su conjunto. 

Otra de las cosas que puede hacerse, sin pedir permiso a nadie, es frenar la centrifugación interna del Estado. Si el Estado de las Autonomías ha mermado el acento social del Estado, es de justicia reconocerlo y enfrentarlo. No podemos vivir permanentemente mirando hacia otro lado. No podemos dejar que las cosas se arreglen solas, ni aceptar que los gobiernos autonómicos puedan operar a espaldas del gobierno central, sin la menor coordinación, en un clima de absoluta competencia y hostilidad, con el perjuicio que ello comporta para el interés general y para el bien común. Parece que, entre tanto ruido de sables, se advierte una caótica pero funcional pinza para mantener el actual estado de cosas: por un lado, los neoliberales que constantemente nos advierten sobre los excesos de “papá Estado”, más aún ante un gobierno “social-comunista” –ese que sólo habita sus fantasías más disparatadas-; por otro, cierta izquierda posmoderna e indefinida -no es izquierda, de acuerdo, pero sociológicamente esa identificación sigue funcionando, tristemente- que se muestra perezosa ante el Estado, reticente a aceptar su imperiosa necesidad como si aquel siguiese siendo una imposición autoritaria y oscura. Y, por último, por obvio no menos importante, los nacionalistas que de forma explícita buscan la quiebra de ese Estado. De los primeros y terceros se entiende su compromiso contra el Estado, por mucho que en ambos casos se esgrima el concepto de nación, bien sentimental o plebiscitaria, pero siempre en frente del Estado y de su integridad territorial, siempre repudiando al único instrumento que puede ser garante real de la igualdad. De quien se entiende menos es de una izquierda que sigue siendo rehén de sus delirios anarquizantes -que le acercan desde luego más al anarcocapitalismo que al marxismo-, de la tentación por reconocer singularidades antes que tutelar equidad y solidaridad, de la obsesión particularista contra la igualdad. Ante tantas amenazas solo nos queda el Estado para llevar adelante la agenda social. Quienes desprecian al Estado, desprecian en el fondo dicha agenda, y bloquean su posibilidad de implementación. Y es que sin Estado no tenemos nada.

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