Por Pilar Aguilar Carrasco
Hoy en día, ya se viva en un pueblo o en una ciudad, se ven los mismos programas, se siguen a los mismos influencers, se participa en las mismas redes sociales.
Pero, cierto, los pueblos pequeños tienen peculiaridades.
Así, en las ciudades cada cual suele tratar con personas similares en nivel económico, en estudios, en ocupación laboral. En los pueblos nos conocemos todos. Estás al tanto de la vida y opiniones de gente que en la ciudad solo serían figuras de decorado.
Y se aprende mucho. Porque, en efecto, es muy distinto conocer datos y cifras a conocer realidades encarnadas. Así, sabemos que el 26,5% de los españoles (unos 12,7 millones) está en riesgo de pobreza. Pero, cuando ves que una familia depende de que le entren o no 20€, te sobrecoges. Yo no soy rica, pero, para mí, veinte euros más o menos no significan nada. Te preguntas ¿cómo es posible que los humanos aceptemos tranquilamente tal arbitrariedad y tanta desigualdad?
También ves el poder patriarcal en todo su esplendor…
Así, oyes a mujeres comentando: “Yo muchas veces no sé qué hacer para cenar. Al mediodía, pues sí, un guiso, pero pensar en cena…”. Sus maridos están en paro o con trabajos intermitentes o por horas. Igual que ellas, exactamente igual. Pero ellas asumen la carga de la comida, la compra, el fregado, la limpieza, el cuidado de los demás. Nadie les pone una pistola en la sien, ellas consienten (consienten sí, maravillosa palabra que sirve para blanquear tantos abusos). Y, justifican ese funcionamiento diciendo: “Es que los hombres son así”, como si ese “ser” fuera algo incuestionable e inmutable.
En los pueblos compruebas hasta qué punto el neoliberalismo ha reforzado el poder de la mirada masculina sobre las mujeres y ha contraatacado en nuestra lucha por liberarnos de los corsés patriarcales. Y así, conoces a chicas jóvenes que, sin tener tara física alguna, se someten a operaciones de cirugía estética. Y conoces a adolescentes que deciden que son chicos porque “pasan” de ser guapas y, además, se siente atraídas por otras. Un horror.
Ves claramente cómo se difunden cortinas de humo, bien orquestadas y bien planeadas para cegar a la población. Y ves cómo se asimilan.
Pasas delante de un grupo de cuatro o cinco personas que comentan indignadas: “No puede ser que aquí vengan todos esos emigrantes y que, nada más poner un pie, les demos casa y paga”.
O sea, se tragan las mentiras y, además, han olvidado que más de la mitad de los habitantes del pueblo emigraron. No solo a Cataluña, a Levante, a Baleares sino a Alemania, Inglaterra, Francia… Total, más de 2 millones (y, ojo, entonces la población activa de España era de 12 millones).
Y no se fueron por gusto, no. Se iban llorando. Y llegaban atemorizados a sitios hoscos e inhóspitos, pero llegaban dispuestos a aguantar lo que fuera. Recuerdo a los franceses indignados porque los españoles hablaban a gritos, ponían música a todo volumen, apestaban el edificio friendo sardinas… Lo recuerdo porque viví en Francia desde principios de los 70 hasta el 76. Aunque yo no era emigrante, estaba exiliada, lo cual me daba un estatus favorable. Y hablaba francés y conocía la cultura francesa. Pero sé lo que penaron nuestros emigrantes.
Y ahora, oyes a sus parientes irritados porque “nos invade esa gente”…
Dan ganas de ponerse a gritar: “Eso, indignaos contra los emigrantes porque, mientras, pueden desmantelar tranquilamente la Sanidad Pública (aunque resulta que las dos médicas del ambulatorio son emigrantes); mientras, el planeta se degrada; mientras, los ricos lo son cada vez más; mientras, la vivienda está por las nubes; mientras, los que más tienen pagan menos impuestos…”
Sobrecoge oírlos. Aterroriza el poder que tiene el poder (valga la redundancia) para embaucar, encauzar y adulterar los miedos de la gente, sus preocupaciones, sus inseguridades. Aquí y en Madrid, pero en Madrid no los oigo. Aquí, en el bar, los de turno pontifican sobre Venezuela (aunque no sepan bien ni dónde está ese país). O andan comentando sobre si “estos virus” los fabrican a posta…
Y, para remate, te preguntas ¿dónde están los partidos que se dicen de izquierdas (o algo parecido)? Pues en sus enjuagues… Bueno, si hay una manifestación vistosa, se apuntan, claro. Pero ¿movilizar y organizar a la población contra las injusticias? ¿hacer campañas de propaganda que desmonten bulos y den datos?
Es que ni lo intentan… Si lo intentaran, lo conseguirían ¿acaso no han conseguido convencer a la mayoría de que ser hombre o mujer no depende de los genes sino de una elección?
Pero a ningún partido le interesa la movilización ni la organización popular. A ninguno. Y por eso se dedican en cuerpo, alma y recursos a fomentar el individualismo neoliberal.
Prácticamente solo las feministas seguimos militando. Y, por supuesto, seguiremos intentando propagar este virus de la indignación social contra las injusticias y la desigualdad.