Historiografía contra el sionismo

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Marina Pibernat Vila, antropóloga y licenciada en Historia. Investigadora social del grupo EMIGRA de la Universitat Autònoma de Barcelona, España.

A un año del inicio del más cruel capítulo del genocidio perpetrado por Israel contra Palestina, la entidad sionista parece decidida a escalar el conflicto para involucrar en él a todo el planeta, única salida concebible por la ideología criminal y ultranacionalista del sionismo, que rige la totalidad de la existencia israelí. La intención de este artículo no es otra que la de presentar muy resumidamente algunas falsedades de tal ideología, descritas de forma magistral por ni más ni menos que un historiador israelí, Shlomo Sand, en dos de sus obras: La invención del pueblo judío (2008) y La invención de la Tierra de Israel (2012). Sand nos lleva de viaje a lo largo de 40 siglos, desde tiempos bíblicos hasta el siglo XXI, para desnudar las mentiras sionistas.

Como ya indican los títulos de estas obras, Sand se inscribe en la misma tradición historiográfica que Eric Hobsbawm, quien prestó una especial atención a la articulación de los discursos surgidos en la Europa del siglo XIX con la manipulación de la historia al servicio de objetivos políticos nacionalistas. Y es que, como explica Sand y comentaremos aquí, el sionismo no tiene que ver con un antiguo pueblo bíblico en busca de su tierra ancestral, sino con la corriente de pensamiento nacionalista romántico que floreció por toda la Europa decimonónica, y que en los siglos XX y XXI desembocaría en el supremacismo racial y el genocidio.

La tesis central del sionismo, como es habitual en el nacionalismo, es la de su autopercepción como pueblo oprimido y perseguido, ya desde la antigüedad en su caso. Las Sagradas Escrituras hablan de una expulsión de Tierra Santa que esparció a los antiguos judíos por toda Europa, el norte de África y Asia occidental, así como de un exilio que según el sionismo habría durado 4000 años, en los que los judíos estuvieron vagando por el mundo con el deseo inquebrantable de regresar a la tierra que Dios les había prometido. Sin embargo, la realidad de los datos no sólo no acompaña al relato sionista, sino que directamente lo invalida. Para empezar, no hay registros arqueológicos de ninguna expulsión, una práctica que rara vez era llevada a cabo por las autoridades romanas. Más allá de esto, Sand señala la imposibilidad de que una población como la antigua sociedad judía mencionada en la Biblia, supuestamente expulsada de la provincia romana de Judea, pudiera crear tantas prósperas comunidades hebreas por gran parte de mundo entonces conocido.

La explicación la encontramos en lo ocurrido por todo el Mediterráneo y parte de Asia en un proceso que marcaría a la humanidad para siempre. Nos referimos al proceso de progresiva sustitución del politeísmo por el monoteísmo, como parte de las enormes transformaciones socioculturales que irían de la mano del surgimiento del feudalismo en detrimento del esclavismo antiguo. A lo largo de muchos siglos, la idea de la existencia de un solo Dios se fue extendiendo por gran parte del Mundo Antiguo y por todo el Imperio Romano, especialmente entre sus clases altas y más concretamente entre sus mujeres. Durante mucho tiempo, la idea de moda de creer en un solo Dios creador fue adoptada por diversos grupos sociales sin una distinción clara entre Judaísmo y Cristianismo. El monoteísmo, que reunía una mezcla diversa de ideas y prácticas rituales, ofrecía a los neófitos algunas ventajas – como un día de descanso a la semana – y algunas desventajas – como tener que cortarse el prepucio – . Como sabemos, el cristianismo, la filial mesiánica del Judaísmo, se llevó el gato al agua, y Teodosio I lo impuso en el conjunto del Imperio a finales del siglo IV.

A pesar del triunfo del Cristianismo, religión que por cierto mostró durante mucho tiempo una acentuada judeofobia, muchas comunidades por toda Europa, de oriente a occidente, consolidaron y mantuvieron su credo judaico. Pero ni esas comunidades ni las masas cristianas procedían de Judea, ni ninguno de sus antepasados más remotos había estado ni siquiera cerca de Jerusalén. La invención del pueblo judío por parte de la pseudohistoriografía sionista se basa en el mito bíblico de la expulsión y el exilio, y ha obviado oportunamente cualquier dato historiográfico o arqueológico que contradiga su mitohistoria, como la existencia de reinos africanos o europeos cuyas autoridades adoptaron el Judaísmo durante un periodo de tiempo sin tener nada que ver con Judea.

Además de inventar un pueblo, el sionismo tuvo que inventar una tierra. A diferencia del resto de nacionalismos europeos, el Judaísmo no tenía una delimitación en el mapa que pudiese considerar realmente su hogar, ya que la judería mundial se componía de comunidades establecías desde siempre en sus respectivos países. Pero el sionismo goza sin duda de una gran ventaja de la que no dispone ningún otro nacionalismo: la posibilidad de remontarse al siglo XX a.C. gracias a la Biblia, presentándose como antiguo pueblo elegido al que Dios dio una tierra. ¿Cuántos nacionalismos quisieran poder jugar semejante baza y se tienen que conformar con inventarse un cutre origen medieval de no más de 10 siglos? Si bien Palestina no fue el único lugar considerado por el sionismo, Tierra Santa fue finalmente la elegida, entre otros motivos, por esa conexión mitológica. Y curiosamente, en este proceso, el sionismo encontró amigos y enemigo en donde no esperaríamos.

La primera y principal resistencia al sionismo vino por parte de la misma judería mundial y sus líderes espirituales. Desde el surgimiento del sionismo, rabinos de todo el mundo se opusieron a convertir su religión en un nacionalismo secular moderno. Para comprender esto hay que saber que, durante muchos siglos, cuando el Judaísmo hablaba de Jerusalén no se refería a la Jerusalén terrenal, sino a una Jerusalén celestial imaginada. Y su exilio no era concebido como un exilio político, sino espiritual, esperando en cualquier parte de mundo la llegada del mesías y la redención. De hecho, a diferencia del Cristianismo o el Islam, el Judaísmo nunca fomentó el peregrinaje a ninguna parte, e incluso consideraba contraindicado acudir a Tierra Santa tratando de acelerar la salvación, cosa que debía depender única y exclusivamente de la voluntad de Dios. No aceptaron la conversión de su religión ancestral en un credo político nacionalista, ni quisieron que su lengua sagrada se convirtiera en una lengua nacional con la que comerciar, blasfemar o tener relaciones sexuales, que para eso ya estaban las lenguas gentiles de sus verdaderos países de origen. Tanto es así que en algunos casos hasta se prohibió la entrada de sionistas en las sinagogas, ya que muchos rabinos veían en sus ideas la semilla de la destrucción de su fe.

Ni siquiera con los pogromos antijudíos en el Imperio Ruso de finales del siglo XIX la población judía del este de Europa pensó en ir masivamente a Tierra Santa, prefiriendo Europa occidental, Argentina o EEUU. Como era de esperar, esto generó conflictos en algunos países receptores de esa población refugiada, e incluso las comunidades judías nativas de estos países temían que la entrada masiva de población judía procedente de Europa del Este desencadenara una oleada judeofóbica entre la población gentil que terminara tomándola contra ellas, que se consideraban tan inglesas, francesas o alemanas como cualquier otro de sus conciudadanos. Así, poco a poco, las potencias de Europa occidental empezarían a ver con buenos ojos la propuesta sionista de reunir al inventado pueblo judío en una tierra judía no menos inventada. Y el Judaísmo empezaría a perder la partida en beneficio del sionismo.

Inglaterra y el Imperio Británico fueron los mayores benefactores del sionismo. Los ingleses incluso pueden considerarse sus remotos predecesores, ya que mucho antes del nacimiento en 1860 de Theodor Herzl, padre del sionismo, ya en el siglo XVI los puritanos ingleses leían el Antiguo Testamento como un libro histórico y político en el marco de la Reforma protestante y de la Iglesia Anglicana contra el Vaticano. En el siglo siguiente, en 1621, fue el parlamentario inglés Henry Finch el primero en proponer la restauración del pueblo judío en Tierra Santa. Poco después, el revolucionario Oliver Cromwell se percibiría a sí mismo como un héroe bíblico. Los dirigentes ingleses se identificaron con la idea de un pueblo elegido por Dios en el proceso de creación de un protonacionalismo inglés, y luego británico. E incluso hubo intentos de inventar una relación biológica entre ellos y el antiguo pueblo de Judea. Durante mucho tiempo, en el cuerpo político inglés y británico ha existido la idea de que, si conseguían restaurar a los judíos en Palestina, acelerarían la segunda venida del mesías, porque ellos también tenían algo de “pueblo elegido”. Lo que opinaran al respecto generaciones y generaciones de población judía y sus rabinos no era nada que consideraran importante, y menos lo que opinara la población palestina.

El hambre se juntó con las ganas de comer cuando, ya en el siglo XX y terminada la Primera  Guerra Mundial, el Imperio Británico se hizo con Palestina después de la caída del Imperio Otomano, al que había pertenecido desde el siglo XVI. A partir de entonces empezó la emigración en masa de población judía europea al mandato británico de Palestina. De este modo, el Imperio Británico mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado, realojar en su tierra mitológica a población judía. Por el otro, asegurarse la creación de una colonia amiga cerca del canal de Suez, negocio propiedad de accionistas británicos y franceses, pero rodeado de población árabe. Mientras tanto, en la Europa de entreguerras, el racismo científico daba a luz a su hijo en la política: el fascismo. Las ideas ultranacionalistas habían cristalizado por todo el viejo continente, y el sionismo no sería una excepción.

En su obra “Galut” (exilio), el padre de la pseudohistoriografía sionista, Yitzhak Baer, escribió: “Dios dio a cada nación su lugar, y a los judíos les dio Palestina (…) los judíos manifiestan una unidad nacional incluso en un sentido más elevado que otras naciones (…) el actual renacer judío no viene determinado por los movimientos nacionales en Europa: tiene su origen en la antigua conciencia nacional de los judíos, que existió antes de la historia de Europa y que es el sagrado modelo original de todas las ideas nacionales de Europa (…) hay un poder que eleva al pueblo judío por encima de toda historia casual”. Este alarde de supremacismo judío – es decir, sionista  – fue publicado nada más y nada menos que en 1936 en Berlín, en plena Alemania nazi. Ante las persecuciones de la población judía, el sionismo respondió en la misma forma fascistoide, pero contra Palestina. Las organizaciones sionistas incluso lograron que EEUU no aceptara refugiados judíos europeos con el objetivo de obligarlos a emigrar a Palestina. Una vez reconocido Israel en 1948, pudieron aplicar sus ideas supremacistas, basadas en la invención ultranacionalista de un pueblo al que por encima de todo le corresponde una madre patria, hasta el día de hoy.

La sociedad israelí está en su mayor parte formada por varias generaciones de personas educadas en esta superioridad étnica y cultural judía, violando la memoria de todas las personas asesinadas en el Holocausto nazi para justificar el genocidio que lleva perpetrando contra la población palestina 76 años. En la escuela se les enseña el Antiguo Testamento y sus fantasiosas matanzas como verdades históricas, como un pasado al que se deben. Todo en Israel sirve al sionismo. Por eso es tan necesaria la valiente contribución de Shlomo Sand y la difusión de su crítica antisionista basada en una verdadera historiografía. No dejemos de explicarle a todo el mundo qué es realmente el sionismo, hasta que Palestina sea libre, y hasta que recordemos la nefasta historia de Israel como ahora recordamos la de la Alemania nazi.

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