La aparición de Nemo (y no era un pez payaso)

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Por Karina Castelao

Tras lustros buscándolo, apareció Nemo. Y estaba en Eurovisión.

Otro año más, la Unión Europea de Radiodifusión ha perpetrado el mayor atentado contra el buen gusto que se puede padecer ante una pantalla de televisión. Lo que antaño era un espectáculo televisivo familiar se ha convertido, sobre todo a partir de la segunda década de este siglo, en una carnavalada que poco tiene que ver con un concurso musical y sí mucho con un evento capitalista destinado cada vez más a un nicho de mercado muy concreto.

El festival de Eurovisión es actualmente el espectáculo del petardeo por excelencia. Su público objetivo, los llamados eurofans, no son más que los varones del colectivo LGTBIQ+ a los cuales el ultraliberalismo (económico e ideológico) ha convertido en los auténticos protagonistas del evento. Legiones de hombres gays participan de la fiesta de Eurovisión por toda Europa, dejándose durante varias semanas ingentes cantidades de dinero en viajes y estancias y televotos y que culmina en dos semifinales y una final en la ciudad anfitriona. Este año, en Malmö, Suecia (con lo «baratos» que son los países nórdicos).

Eurovisión comenzó a ir cuesta abajo y sin frenos tras la llegada del nuevo siglo. Con el milenio, y sobre todo con la crisis del 2008, el festival dejó de ser un programa con audiencias millonarias para toda la familia a convertirse en un evento casposo en el que nadie quería participar (hasta Italia se fue) y al que nadie quería aportar. Los países empezaron a tomárselo a guasa y a enviar despropósitos que solo buscaban la parodia y la mofa del propio concurso. España también participó de este juego, primero llevando auténticos bodrios como Las Ketchup y por último, autoparodiándose a sí misma con el divertidísimo Rodolfo Chiquilicuatre (quien por cierto, no quedó en mal lugar).

Pero a mediados de la década pasada, saliendo de la crisis y con una Europa más avanzada socialmente, la participación y posterior triunfo del émulo de Tootsie, Thomas Neurwith y su alter ego Conchita Wurst, da un vuelco al festival y sobre todo, muda el perfil de su público potencial.

Conchita Wurst se convirtió en todo en un revulsivo para Eurovisión y en un emblema para el colectivo LGTBI (en 2014 todavía no tenía más letras) cuyos miembros, en poco más de una década y fomentado por la creciente tolerancia social hacia la homosexualidad en Europa (principalmente masculina), mutan de meros espectadores del concurso al grueso de los eurofans. Legiones de hombres gays aceptados socialmente y con gran poder adquisitivo, se convierten en un suculento target, no solo acaparando el televoto, sino participando de forma activa en lo que ya no es solo un día de concurso televisivo, sino un mes y pico de fiestas y eventos. Desde ese momento hasta nuestros días, el certamen ha ido “transitando” de una exhibición de cantantes talentosos y canciones más menos comerciales a una retahíla de actuaciones musicales que oscilan entre números de revista sugerentes con mujeres sexualizadas en maillot de lentejuelas a supuestas performances provocadoras.

En 2024, las «olimpiadas del esperpento» (no “paralimpiadas” como dijo alguien en redes, que tampoco hay que ofender a los atletas paralímpicos) han sido todo un compendio de las mayores astracanadas que pasaron por el festival en las últimas dos décadas. Desde jóvenes poseídas dando alaridos sobre pentáculos a pavos azules de peluche tocando el teclado, pasando por clones de Ignatius Farray u hombres en tanga color carne caucásica simulando estar desnudos. Y entre todos ellos, el ganador, un jovencito suizo de nombre artístico Nemo que, vestido con una faldita rosa y un top de volantes, corría de arriba para abajo encima de un botón de vaquero gigante que movían dos hombrecillos enfundados en un mono negro. 

He de decir que a mí la canción ganadora de este año me pareció la mejor del concurso con diferencia, pero por desgracia no será recordada por su calidad ni tan siquiera por el virtuosismo vocal de su intérprete, sino porque la temática de la misma describe el proceso de descubrimiento como persona no binaria del cantante, algo que para los medios es mucho más destacable que su relevancia musical. Nemo, un jovencito que canta como los ángeles, se autodetermina “no binario” y ese es lo destacable de su participación en Eurovisión (lo de llamarse Nemo, como el pez payaso que se pierde, teniendo en cuenta sobre todo que los peces payasos pueden cambiar su sexo, se ve que tampoco es casual).

Así que tras oír a los locutores de televisión trabarse la lengua con los esfuerzos para incluir el inexistente lenguaje inclusivo al hablar del ganador, y viendo la catarata de artículos, videos y posts destacando el “no binarismo” del suizo y reprochando el no uso de unos pronombres inventados para referirse a él, decidí investigar sobre qué es ser “no binario”, habida cuenta de que una de las mayores defensoras en España de este colectivo, nuestra anterior ministra de Igualdad Irene Montero, fue incapaz de definirlo cuando se le solicitó públicamente (¿os acordáis de aquel “ser no binario es ser no binario”?).

Recordé entonces que hace un año Irene Montero destinó 27.000 euros a realizar un «Estudio sobre las necesidades y demandas de las personas no binarias en España» y que en dicho estudio debía a la fuerza de aparecer una definición “oficial” de “no binarismo”. Y así es, según recoge dicho estudio, dice Surya Monroe (2019) «por personas no binarias entendemos aquellas cuyas experiencias e identidades exceden o están en intersección de las categorías mujer u hombre; o bien aquellas que pueden identificarse tanto como mujer u hombre, en distintos momentos, o bien alguien que siente que no tiene o no quiere tener identidad de género».

O sea, ser “no binario” es el todo y la nada a la vez. Es ser hombre o mujer o no serlo, o serlo a ratos. Es tener identidad de género femenina o masculina o no tenerla. Es ser lo que se quiere ser en el lugar y momento que se quiere ser, eso sí, obligando al resto de los mortales a aceptar esa indefinible peculiaridad. Ni tan siquiera el presidente de los “no binarios españoles”, Darko Decimavilla, fue capaz de dar mayores especificaciones en una entrevista en la radio sobre lo que es el “no binarismo” aparte del hecho de considerarse susceptibles de ser tratados formalmente de una forma especial. Eso sí, reconoció, como llevamos siglos diciendo las feministas, que sexo y género no son lo mismo, aunque volviera a instrumentalizar a las personas intersexuales (sobredimensionándolas hasta el 5% de la población mundial cuando en realidad no superan el 1,7%) para justificar que en algunos casos el sexo tampoco sea binario (algo que obviamente no es cierto porque hasta en las personas intersexuales hay binarismo sexual).

Como bien recordaba hace unos días el profesor Errasti en redes, el género es mucho más que los estereotipos formales, también son los roles y los mandatos de género y esos se asignan irremediablemente en función del sexo. Pero las personas no binarias solo cambian lo primero.

Ser “no binario” es vestirse con ropa no acorde a lo esperado según el género asignado en función el sexo, o maquillarse, o ponerse tacones, pero no es desempeñar las labores de cuidados, o chocar contra el techo de cristal. Es llamarse con pronombres inventados pero no ocupar el lugar subordinado en la jerarquía sexual o no ser el estándar de ser humano. Es exigir la consideración legal como ni hombres ni mujeres pero siempre desde el lado más ventajoso, unas veces el femenino en el deporte, en las pruebas físicas del funcionariado o en el uso y disfrute de los lugares segregados por sexo, y otras veces el masculino en las entrevistas de trabajo (recordemos que el propio Darko hablaba de que iba a baños de mujeres porque estaban más limpios o que Marcos Ventura, otra conocida persona “trans no binaria”, contaba como adoptaba la expresión de género masculina cuando buscaba trabajo o quería ligar).

El mismo estudio del ministerio de Igualdad sobre el “no binarismo” dice que este invento es de este siglo, desde que las teorías queer y en concreto Judith Butler decidiera que es el lenguaje el que crea la realidad y no como realmente es, un vehículo del pensamiento. Porque personas no conformes con el género han existido siempre en ambos sexos, en culturas y lugares diferentes y con mayor o menor grado de aceptación social. Y sí, he de reconocer que los países de tradición monoteísta han intentado reprimir siempre esas disidencias, esas personas más reacias a someterse al género. Pero en ningún caso eso justifica la creación de una “realidad” que de nuevo viene a perjudicar y a relegar a las mujeres. Porque el «todes» es el nuevo «todos» que nos excluye a «todas». Porque mientras exista el Patriarcado, una ley para las personas autodeterminadas “no binarias” sería “la ley del embudo”, ancho para ellas y estrecho para las mujeres. Y porque no resignarse a someterse al género no borra el sexo. Y si no, que nos lo digan a las feministas, que llevamos siglos luchando contra ese sometimiento.

Una anécdota para acabar. No he hablado de la participación de Israel en Eurovisión porque no es asunto de este artículo. Pero sí me gustaría contar que nuestra exministra Irene Montero alabó a los concursantes “no binarios” del festival por, según ella, mostrar su desacuerdo con la participación del país sionista no presentándose al desfile inicial en el ensayo general con el jurado, cuando la realidad fue que el chavalín con nombre de pez de Pixar (o capitán de submarino de Julio Verne), no acudió al desfile porque no le dejaron llevar la bandera “no binaria” y cogió una perrencha.

Irene Montero siempre tan acertada…  

1 COMENTARIO

  1. Qué decir!? Pues que para mi esta realidad paralela no ha existido porque me niego ROTUNDAMENTE a participar ni un poco de semejante espectáculo degradante. Pero claro yo no soy del «colectivE», al final lo del «gaycapitalismo» del que tanto advirtió Shangay Lily. Y es que los dineros ni dan conciencia y ni siquiera gusto estético, por veces, cuando os leo me parece ver gente salida de uno de aquellos «oligofrénicos» con personajes variopintos desquiciados viviendo una realidad alterada.

    Por cierto, a nadie le pasa desapercibida que la puesta en escena (por lo que relatas) se parezca tantísimo a las que se narran en «Los Juegos del Hambre» de Suzanne Collins, cualquier día «algunE» aparece con un vestido en llamas (virtuales, o no, si se diera el caso).

    Que preparen los extintores…

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