Claustro

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CAPÍTULO 41

   —¿Qué deseas hacer? —objetó Ovidio ante el gran Rey amarillo.

   —Conquistarlo todo. —respondió el Rey.

   —¿Y una vez que lo hayas conquistado todo qué te quedará por hacer?

   —Hacer grande a Carcosa.

   —Ya es grande, Rey. ¿Qué diferenciaría conquistar la tierra en el hecho irrefutable de que Carcosa es el Impero más grande de la galaxia?

   —Nada debe escapar de los designios de aquel que es capaz de reinar sobre todas las cosas.

   —¿Y qué deseas hacer con nosotros? ¿Quieres que seamos tus súbditos? ¿Deseas subyugarnos porque sí o media un propósito? Es decir, ¿Para qué te servimos?

   —Sois la joya de la corona.

   —Las joyas brillan más en libertad.

   —Las joyas existen para adornar el Imperio de la ley.

   —¿Qué ley, majestad?

   —La mía, Ovidio. La del Rey Amarillo.

   —Te voy a hacer una observación, si no te importa. —el Rey movió afirmativamente la cabeza. —Bien, yo he venido aquí para acabar con un tirano que había destruido la imaginación que un día te creó a ti y a todos los mundos que has conquistado. Este lugar es, efectivamente, la joya de la corona. Es más, es la corona. Quien domine este lugar dominará todos los demás. Creo que eso lo sabes. 

   —Por esa razón estoy aquí.

   —Bien, entonces hemos de acabar con Gronfgold. Está ahí dentro. Yo no tengo ningún poder en este mundo. Él sí lo posee. Acaba con él y todo este mundo, incluido yo, seremos tus esclavos. 

   El Rey pensó un segundo y asintió. Con un leve gesto mandó a sus soldados asaltar la fortaleza de Montecassino y les dijo que respetaran a Gronfgold y que le llevaran detenido ante su presencia.

   Ovidio estaba haciendo tiempo hasta que llegaran las Musas pero estas no parecían estar cerca. ¿Qué les habría sucedido?

   La respuesta estaba dentro de la sala del trono.

   Hacía varias horas que las nueve había llegado a la fortaleza.

   —Queremos hacerte, oh gran Caballo, una oferta que no podréis rechazar. —comentó Clio. —Estamos ya acabadas. Nos placería que en el estertor de nuestra larga existencia usted nos devorara. Todo aquello por lo que hemos luchado, la causa de la belleza, la causa de la emoción humana, la causa de la imaginación ha perecido. Le solicitamos, con todos los respetos, y si no fuera molestia: que nos devore y acabe ya con nuestra angustia. No podemos vivir en un mundo así y queremos morir de una forma noble. 

   —Hay que ver cómo sois. ¿Creéis que no especulo con la posibilidad de que me tendáis una emboscada? Deseáis acercaros tanto a mí como para estar dentro de mí. Eso me hace sospechar. ¿Y qué pensáis hacer después? ¿Me abriréis la tripa como al lobo del cuento para llenarla de piedras? ¿Abriréis mi vientre con vuestras propias manos? ¿Esperáis que alguien os saque de dentro? Pues estáis de enhorabuena porque mi cuerpo no funciona como el de otros seres. Si entráis en mí no podréis salir. Así que lo haré encantado. —Emitió un relincho que se escuchó en todo el valle. Y la carcajada de después fue terrible. Como si se hubiera vuelto a incendiar la Biblioteca de Alejandría, como si todos los museos del mundo se hubieran destruido a la vez, como si todo aquel que estuviera dispuesto a usar su mente para elevarla a altas cotas de refinamiento, hubiese perecido en ese momento. Ahí murieron a la vez los poetas, los arquitectos, las escritoras, las cuentistas, las bellas artes y los bellos impulsos. Acabó una era y dio comienzo otra.

   De un solo bocado las nueve hermanas fueron devoradas y engrosaron el desproporcionado cuerpo del rechoncho caballo.

   Eso había sucedido hacía unas horas. 

   Mientras, las naves del Rey Amarillo comenzaron a atacar la fortaleza de Montecassino. Rodearon todo el edificio y comenzaron a disparar hasta que descubrieron dónde estaba Gronfgold. El gran caballo fue sacado por una de las naves y su desproporción acalló las bocas de todos los que lo contemplaron. ¡Qué gran espécimen! Era como un caballo sacado de la imaginación de Botero. Gordo, seboso, con las carnes a punto de estallar. Sus cuatro patas se disponían de una manera cómica sobre su cuerpo. Era como un guante tan hinchado que pareciera a punto de estallar.

   Dentro de la nave capitana el Rey Amarillo, Gronfgold y Ovidio tuvieron una larga conversación. 

   —He conseguido todo lo que me había propuesto. —comentó Gronfgold. —He logrado acabar con el espíritu de la misma creación. Hoy he devorado la divinidad y también el futuro de los hombres.

   —¿Entonces para qué me serviréis ahora? —dijo el Rey.

   Ovidio estaba empezando a estar nervioso porque veía que todo se había salido de madre. Todo había salido al revés. Debía darse prisa en liberar a las Musas, porque sospechaba que ya estaban dentro de las tripas de Gronfgold, o estas, efectivamente, acabarían disolviéndose entre los jugos gástricos de Gronfgold. Por otra parte debía hacer algo para que el Rey amarillo no aniquilara la tierra y con ella la esperanza en la redención humana mediante la cultura.

   —La vida es una cosa extraña —empezó a decir Ovidio. Es una mezcla insensata de voluntades dispuestas a contradecirse, de fuerzas oscuras y de anuncios clarividentes. El alma humana es capaz de lo mejor y de lo peor pero el espíritu de las cosas pequeñas, porque las mujeres y los hombres no somos sino cosas pequeñas, no deja lugar a dudas: prevaleceremos. Desde este aparatoso y cruel lugar han de manejarse los mundos creados por la imaginación. Por ello, Rey, has de acabar con Gronfgold. Pero no simplemente matándolo, haciéndolo desaparecer, has de acabar con él de la única manera posible: comiéndotelo.

   —¿Cómo? ¿Quieres que devore a esta colosal masa de cascos y crines?

   —¿No eres, acaso, todopoderoso? —espetó Ovidio, quien esperaba que los generales del Rey vieran alguna debilidad en las decisiones de este.

   —Por supuesto. Gracias al poder que se me ha otorgado puedo hacerlo.

   Se acercó a Gronfgold, quien apartaba con un gesto de asco su caballuno rostro, abrió la boca de una manera grotesca y soez y abarcó a toda esa enorme y grosera figura. Le costó tragarlo pero pudo. El Rey quedó postrado y con una gran carga dentro de su barriga. Momento que aprovechó Ovidio para hacer exactamente lo mismo. Abrió su boca desencajando la mandíbula y se comió al Rey Amarillo. 

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