Casting de esclavas

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Berta O. García, Copresidenta de la Coalición Internacional Contra la Explotación Reproductiva CIAMS, Representante en la CIAMS de la Red Estatal Contra el Alquiler de Vientres RECAV, @Omnia_Somnia.

La explotación reproductiva, mal llamada gestación subrogada, consiste en fragmentar y romper el vínculo materno-filial, ese vínculo primigenio de la especie humana. De ahí derivan todas las violaciones de derechos humanos de las mujeres y recién nacidos intrínsecas a esta práctica.

Y a pesar de cada vez más gente es consciente de la violación de derechos humanos de las madres llamadas «gestantes» y de las personas recién nacidas, hay un aspecto del que se habla poco y que se encuentra en segundo plano de esa práctica violenta: los requisitos para ser madre gestante, que son también un atentado a nuestros derechos, concretamente a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.

La industria de la explotación reproductiva se jacta de que las mujeres seleccionadas para ser gestantes cumplen una serie de estrictos requisitos tras ser sometidas a un exhaustivo examen y escrupulosa evaluación en la que sólo un pequeñísimo porcentaje de candidatas es declarada apta.

Los requisitos en cuestión varían más o menos dependiendo de la legislación donde esta práctica es legal o está permitida. Se exige a las mujeres un determinado rango de edad, un estado físico satisfactorio, una adecuada relación peso-altura, estar limpia de antecedentes psiquiátricos y penales, no tener (o tener) vínculo familiar con los comitentes, tener un cierto nivel de ingresos –aunque sea mínimo–, preferiblemente no casada, no haber pasado por más de un número X de cesáreas, estar limpia de consumo de tabaco, drogas y alcohol… Pero el requisito universal es que la candidata a gestante haya sido madre de, al menos, un hijo vivo y sano.

Nos consta que esos cacareados requisitos se exigen o se saltan a la torera en función de la oferta y la demanda de madres gestantes. Ahora, debido a la hecatombe económica provocada por la Covid-19 y el consiguiente empeoramiento, más si cabe, de la feminización de la pobreza, hay una gran oferta de mujeres que se ofrecen para ser gestantes como medio de subsistencia, por lo que es más fácil exigir el cumplimiento estricto de los requisitos.

En un tercer plano, nos encontramos con las exigencias que las clínicas, las agencias y los propios comitentes imponen a la mujer elegida una vez haya superado ese primer filtro; exigencias cuya relación sería muy extensa y prácticamente inabordable, dado el carácter sumamente arbitrario, subjetivo y caprichoso de las mismas, como, por ejemplo, la obligación de someterse a exámenes forenses sorpresivos y aleatorios para comprobar que, en efecto, la embarazada sigue limpia de consumo de tabaco, alcohol y drogas, que sea una mujer de alma noble, que sea creyente y temerosa de Dios, que proporcione lactancia materna al bebé hasta 24 meses, y últimamente hemos conocido una de ellas que es, cuando menos, inquietante: hay comitentes que exigen a «sus» gestantes no estar vacunadas contra el coronavirus, comprometerse a no ser vacunadas durante el embarazo y verse obligadas a abortar si se vacunan.

En cambio, los requisitos exigidos a los comitentes son mínimos e incluso son considerados discriminatorios. Por ejemplo, si la legislación determina que sólo tendrán acceso a esa práctica los nacionales o residentes, las parejas casadas heterosexuales o las personas dentro de un rango muy amplio de edad, se arguye que eso estigmatiza a los no nacionales, a las parejas del mismo sexo, a las personas solteras o solas, a las personas mayores, y esos requisitos se echan abajo rápida y fácilmente, porque el único requisito que deben cumplir es contar con la suficiente capacidad financiera para costear esta práctica.

Tan mínimos son esos requisitos exigidos a los comitentes que todo el mundo sabe que Miguel Bosé –porque él mismo lo admitió públicamente– consumía éxtasis, marihuana y dos gramos de coca diarios, que Elton John reconoce en sus memorias que la cocaína le hizo un monstruo y que Michael Jackson, además de las denuncias y testimonios de abuso sexual de niños, era adicto a las drogas de gran alcance al menos durante 12 años antes de su muerte, como aseguró su segunda esposa. Por no hablar del pediatra español que se encontraba en prisión preventiva en Suecia por posesión de pornografía infantil y por haber cometido él mismo 52 delitos de abuso sexual y violación de menores cuando el bebé nació en Ucrania y fue, no obstante, entregado a su abuelo paterno por BioTexCom sin el menor impedimento por parte de la justicia ni de los servicios sociales ucranianos.

Esta doble vara de medir, tan exigente para las mujeres candidatas a gestantes y tan laxa para los candidatos a comprar bebés es perversa. Primero, porque quienes van a quedarse con la persona recién nacida son aquéllos a los que no se les exige ninguna cualidad. Y después, porque el único fin de los dichosos requisitos es seleccionar a mujeres, crear una casta de mujeres que garanticen el «mejor producto», un bebé sano, tras haber superado satisfactoriamente el control de calidad de la industria explotadora y extractivista de la capacidad reproductiva de las mujeres.

Se trata pues de un denigrante casting que recuerda mucho a las evaluaciones que se hacían a los esclavos con el fin de hacer una buena y rentable adquisición: se les examinaba la vista y la dentadura, les hacían saltar, correr, mover las extremidades en distintas formas y sentidos, eran desnudados y examinados sus genitales por si tenían síntomas de sífilis. Si eran esclavas, eran más codiciadas, ya que, además de someterse a las mismas pruebas físicas para realizar el mismo trabajo que los hombres, tenían el valor añadido de proporcionar nuevos esclavos al amo a través de la procreación sin que ello le supusiera ningún gasto. El Diario de la Marina, un periódico de La Habana, publicaba el 3 de febrero de 1846 el siguiente anuncio: «Se vende una negra congoleña de 20 años y con una cría de 11 meses sana». Aquella esclava joven, madre de una criatura sana, cumpliría hoy las principales condiciones exigidas para ser gestante. No en vano, la mal llamada gestación subrogada es heredera directa de la esclavitud en muchos aspectos, siendo éste, el de los requisitos, uno de ellos. La dieta, la obligación de no mantener relaciones sexuales, el confinamiento en la etapa final del embarazo, la prohibición de viajar sin permiso o el traslado a otros países para dar a luz serían los grilletes.

Gracias a las feministas que lucharon por nuestros derechos, las mujeres ya gozamos –casi– en algunos países de autonomía reproductiva y control sobre nuestra sexualidad. En España, por ejemplo, la Ley Orgánica 2/2010, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, reconoce el derecho a la maternidad libremente decidida. Es decir, la libertad de ser madre –o evitar serlo– con quien queramos, las veces que queramos y cuando queramos. Pero lo que es indiscutiblemente imposible es que una mujer sea al mismo tiempo madre no madre de un hijo no hijo, ese oxímoron que constituye la esencia misma de la mal llamada gestación por sustitución. Ninguna mujer que decida ser madre puede ser discriminada –con especial atención a aquéllas con algún tipo de discapacidad– ni examinada ni evaluada ni seleccionada como apta ni descartada como no apta. La joven y la no tan joven, la primeriza y la que ya ha sido madre, la reclusa y la que goza de libertad, la que tiene discapacidad física o mental y la que no, la sana y la enferma. Y sólo en teoría, la rica como la pobre, porque sabemos que el freno a una maternidad libre y deseada en los países occidentales viene de la mano de la feminización de la pobreza, de la precariedad laboral y del desempleo femenino, de la falta de medidas de conciliación familia-trabajo, de la doble jornada laboral y de cuidados y de la brecha salarial, mientras que en los países del Sur global esa misma feminización de la pobreza más la carencia de métodos anticonceptivos legales, gratuitos y seguros y la prohibición del aborto hacen que las mujeres tengan más hijos que los que realmente desean y pueden alimentar. Así que seguimos luchando por esa libertad allí donde se emplean métodos coercitivos y violentos para forzar a las mujeres y a las niñas a ser madres contra su voluntad y, muchas veces, como resultado de agresiones sexuales, incluso dentro de la familia. Y también allí donde se sigue recurriendo al aborto selectivo de fetos hembra, la esterilización forzada y el matrimonio precoz.

Recientemente, como un tsunami que recorre el mundo, tenemos que hacer frente a la presión, cada vez más urgente e imperiosa, de la industria de la explotación reproductiva y de la compraventa de personas recién nacidas ejercida sobre los gobiernos de muchos países; tenemos que hacer frente a una falsa preocupación natalista que encuentra en la explotación reproductiva la solución al descenso demográfico; tenemos que hacer frente a un peculiar y falso concepto de diversidad familiar muy extendido entre una parte no mayoritaria pero sí muy activa del colectivo G y T (gais y transfemeninos) que pretende supeditar a toda costa los derechos de las mujeres a su deseo de reproducirse genéticamente. Entre los adeptos de la doctrina queer, el último grito es utilizar un lenguaje falsamente inclusivo, también en lo que se refiere a los requisitos, y hablan de «persona gestante» o de «cuerpo gestante», no de «mujer gestante» o «madre gestante», con el fin de borrar, precisamente, las palabras mujer y madre. Pero cuando vamos a la realidad de los hechos, observamos que el neolenguaje se deja de lado y constatamos que siempre seleccionan y usan a mujeres como gestantes. El reclutamiento de gestantes se lleva a cabo entre mujeres con ovarios, útero, vagina y glándulas mamarias, mujeres no sometidas a tratamientos androgénicos, y no incluye a transmasculinos como «hombre gestante» o «padre gestante», evidentemente, porque cuando se trata de explotación, nadie tiene la menor duda de qué es una mujer y para qué sirven sus órganos sexuales-reproductores, razón por la que los requisitos se redactan para ser aplicados a mujeres única y exclusivamente. Es precisamente ahí cuando la realidad material no se cuestiona.

Así que no, la gestación subrogada, ser explotadas reproductivamente, no nos hará libres y nunca fue una reivindicación de las mujeres en la lucha por nuestra emancipación. Luchar por nuestros derechos sexuales y reproductivos no significa posicionar a las «mejores» en el ranking de las más codiciadas, y el único objetivo de los requisitos para ser gestante es mercantilista y lucrativo: seleccionar a las potencialmente más rentables a la industria. No nos otorgan ningún derecho que las mujeres no hayamos conseguido ya o por los que aún tengamos que seguir luchando. Al contrario, nos segregan y nos denigran.

Por eso creo que es preciso hablar de los requisitos para ser gestante, porque es una faceta de la explotación reproductiva que se pasa por alto en una cultura en la que se considera normal que las mujeres en general, y sobre todo las madres y las mujeres embarazadas en particular, seamos constantemente escrutadas y juzgadas desde la mirada misógina patriarcal. Y en la industria de la explotación reproductiva y de la compraventa de seres humanos recién nacidos, también nosotras y sólo nosotras, las mujeres, somos examinadas, evaluadas, seleccionadas y segregadas con fines mercantilistas, a fin de garantizar el mejor producto desde la mirada y los intereses del capital.


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