La traición energética

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Iván Samprón Alonso

Arreciaba la posguerra en una España sometida a la dictadura cuando el carbón comenzó a adueñarse de las ciudades. Eran los años cuarenta y el mineral se constituía como una fuente de calor en el interior de las urbes, a la vez que movía el tejido industrial en las afueras e iluminaba las calles de los barrios más acomodados.

Esta dependencia del mineral, catalizada además por la Autarquía, propició en las cuencas mineras un monocultivo económico que se desarrollaría exponencialmente durante la dictadura y sus postrimerías, culminando en nuestros días. Atrás queda un siglo de una actividad económica que fue todo y nada en las comarcas que poseían el mineral. Pero también quedaron efectos de la actividad, cambiantes en el tiempo pero siempre presentes: Trabajadores altamente precarios, accidentes laborales, degradación medioambiental, silicosis, e incluso la vida fueron el coste del despliegue de la actividad. Consecuencias, que se arrastran aún hoy en regiones como El Bierzo donde la incidencia de leucemia permanece por encima de la media española y dela mayoría de los países.

Decidido el cierre del sector entero, las cuencas se vieron envueltas en un proceso de hundimiento marcado por el fin de un monocultivo económico que causó y sigue causando la salida de miles de jóvenes y algunos empresarios, con la diferencia de que estos se fueron con los bolsillos llenos, mientras que los oriundos huyen a buscar el mantenimiento de unas condiciones vitales mínimas. Pero se quedaron las escombreras de escorias, las enfermedades respiratorias y las marcas de neumáticos ardiendo en la carretera como testigos presenciales de los sucesivos incumplimientos de los Planes del Carbón.

La Estrategia de Transición Justa nació en teoría para solventar las deficiencias causadas por el fin de este sector, transformando el entramado energético en un nuevo sistema bajo en emisiones de CO2, a la par que se generaba un nuevo tejido económico en las cuencas. Sin embargo, la experiencia mostró lo contrario: en vez de generarse empleo, millones de euros fueron desfalcados en pabellones deportivos o carreteras de escasa utilidad, cuando no desviados a proyectos a cientos de kilómetros. Y aquí, de nuevo se produjo el aprovechamiento de la burguesía autóctona y foránea en connivencia con los estratos más miserables de la clase política para sacar tajada. Perdieron los de siempre.

Este extraño 2020 el Instituto de la Transición Justa anunció nuevas asignaciones en la misma línea que irían destinadas en su mayor parte a la «restauración de espacios degradados» e «infraestructuras municipales», es decir continuar la proyección de pabellones sin niños y carreteras sin coches. En este caso, para más daño aún si cabe, el Estado financiará la reparación ambiental de la explotación, algo que debería correr a cargo del empresario, o en su caso ejecutarse a través de los avales depositados por estos.

Con la perspectiva del tiempo la Transición Justa se ha descubierto como estrategia de marketing para blanquear un proceso de desindustrialización sin alternativas, y mientras resuenan los mantras del emprendimiento y el green new deal, la transición justa hacia las energías renovables no hace parada en las comarcas mineras. La meta ha sido y es disimular las andanzas del capital acallando a la población más combativa si es necesario.

En el fondo, ni socialdemócratas ni liberales han sido capaces de poner una solución para llegar a crear unos mínimos de empleo que permitan mantener la población en las cuencas. Es, igual que en otros sectores el fracaso de la receta socioliberal en su eterna beatificación del individualismo como única estrategia de generación de empleo y la turistificación como única vía hacia ello. Pero también se constata la condonación de una deuda social económica y medioambiental con quienes en otros tiempos cargaron en sus espaldas el desarrollo del país.

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