Refutación de los argumentos teológicos – 1 – Los argumentos atributivos: el argumento de la conciencia

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Alexandre García Turcan

Nota: este artículo se inscribe en la serie de artículos que estoy escribiendo para ir refutando, uno por uno, todos los argumentos teológicos a favor de la existencia de Dios. Serie de artículos que se inició con la publicación el día 20 de agosto del artículo “Refutación de los argumentos teológicos – 1 – Los argumentos atributivos: el argumento histórico”, en el cual había dicho que el argumento atributivo en sentido genérico se subdivide en cuatro argumentos atributivos en sentido específico. En el último artículo habíamos visto el argumento de la revelación. Pasemos ahora al argumento de la conciencia.

El argumento de la conciencia consiste en decir que la conciencia (o el alma) existe, y que por lo tanto Dios existe. Aquí los creyentes se refieren a la conciencia humana, considerada superior a la conciencia animal, cosa que en mi opinión es totalmente errónea y que proviene de una ruptura ontológica que en su tiempo hizo Aristóteles entre los seres humanos y el resto de animales (hasta que el biólogo alemán Jakob von Uexküll hiciera trizas esa ruptura ontológica mediante su concepto de Umwelt, pero esto sería objeto de otro artículo).

“Si me esfuerzo y pienso muy fuertemente que mis ondas espirituales llegan a conectar con tu mente, sin duda será la prueba de que Dios existe.»

Aquí estamos ante un caso de argumento de atribución bajo la forma más estúpida que pueda haber. No consiste en otra cosa que hacer el siguiente razonamiento:

  1. Atribuyo de forma arbitraria el fenómeno de la conciencia a Dios.
  2. La conciencia existe.
  3. Por lo tanto Dios existe.

Nótese de nuevo que este tipo de argumento se puede aplicar de forma idéntica para cualquier otra cosa: cualquier religión, secta, mito o afirmación fantasiosa como los unicornios o el Monstruo del Espagueti Volador. Veámoslo con otro ejemplo:

  1. La evolución de los seres vivientes se debe al “diseño inteligente” que se debe al Monstruo del Espagueti Volador.
  2. Los seres vivientes existen.
  3. Ergo el Monstruo del Espagueti Volador existe.

Además, es preciso añadir lo siguiente: aun si admitiésemos que la existencia de la conciencia se debe a la voluntad de un dios, esto no nos diría absolutamente nada sobre sus intenciones, sobre si ese dios es benevolente o no, o sobre las implicaciones que ello tendría sobre nuestras vidas.

Una vez más, aquí estamos ante un caso de razonamiento circular bajo la forma más vulgar que pueda existir:

  1. Creer en la existencia de Dios permitiría explicar el fenómeno de la conciencia.
  2. Por lo tanto la existencia de la conciencia demuestra la existencia de Dios.

En realidad, lo único que nos interesa aquí es saber si es pertinente o no atribuir la existencia de la conciencia a Dios. La respuesta a esta pregunta debería ser el final del razonamiento, no su principio. O de lo contrario se está haciendo trampa: empezar el razonamiento con “yo asumo a priori que Dios es la causa de la conciencia”, no es más que dar la respuesta sin tan siquiera haber formulado la pregunta previamente.

Por ejemplo, si al contrario presuponemos que Dios no existe, ello significa que la conciencia puede existir sin Dios. Y si Dios no existe, entonces todas las demás cosas observables pueden existir sin Dios, porque de hecho… constatamos que existen. No es porque uno constate que algo existe, que la causa que le atribuimos tiene que existir necesariamente también. Para ello, haría falta demostrar por qué es necesariamente la causa de lo que observamos.[1]

Y además, ¿sabéis qué cosa existiría si no hiciera falta más que constatar que existe? Pues… Dios. Allí reside todo el problema de este argumento (y de todos los demás argumentos teológicos): si Dios existiese, no haría falta debatir sobre su existencia: se constataría que existe de la misma manera que constatamos que existe la conciencia y que existen todas las demás cosas observables. Si Dios existiese, ya tendríamos la prueba de ello desde hace tiempo. El mero hecho de que no sea el caso, ya basta por sí mismo para concluir que Dios no existe, al menos hasta que se demuestre lo contrario.

Entonces claro, se plantea la siguiente pregunta: ¿si Dios no ha creado la conciencia, entonces quién la ha creado?

En realidad, formulada de esta manera, diciendo “¿Quién?”, es como sería formulada de manera capciosa la pregunta por un teólogo o creyente. La manera correcta de plantear la pregunta sería: ¿si Dios no es la causa de la conciencia, entonces cuál podría ser su causa?

Y planteo así la pregunta, porque primero voy a partir de la hipótesis de que Dios no es la causa de la conciencia.

¿Pero qué es la conciencia?

La “conciencia”, bajo la forma como la entienden teólogos y creyentes, implica que la conciencia, o el alma, pueden existir independientemente de la materia. Vista de esta manera, no sería el resultado de intercambios electroquímicos neuronales que se producen en el cerebro, sino que sería el resultado de otra cosa (Dios).

Pues bien, todo indica que no es así, y que efectivamente lo que se llama la conciencia, o el alma, es producto de intercambios electroquímicos. Y la mejor forma de constatarlo, es comprobar (como de hecho ya ha comprobado la ciencia) que cuando el cerebro está dañado, la conciencia se ve alterada con una gravedad que guarda una correlación elevada con el daño producido en el cerebro (o, mejor dicho, con la zona del cerebro que ha sufrido daños).

Un ejemplo que demuestra lo anterior, es el caso de Phineas Gage, un obrero estadounidense de ferrocarriles del siglo XIX, a quien, en un accidente de trabajo espectacular, una barra de hierro de 1,1 metros de longitud y 3,2 cm de diámetro, proyectada por una explosión, se le incrustó en el cráneo, atravesando el lado izquierdo de su cabeza, de tal forma que pasaba por detrás de su ojo izquierdo y salía por la parte superior de su cabeza.

Lo increíble de este accidente es que no solamente Gage sobrevivió al accidente, sino que en todo momento se mantuvo consciente, de tal manera que fue capaz de describir los hechos a los doctores que le atendieron. Fue curado de esta herida con los medios rudimentarios que había a mediados del siglo XX, siendo capaz de caminar y hablar racionalmente (con la salvedad de que perdió el ojo izquierdo), y dos meses después del accidente, el doctor que le atendió le dio el alta, considerando que estaba completamente recuperado.

No obstante, después de este accidente, Phineas Gage sufrió una profunda transformación de su personalidad. Mientras que antes de su accidente, se le conocía por ser una persona seria, atenta, sociable y fiable, tras el accidente se convirtió en una persona irregular, caprichosa, irreverente, grosera, blasfema e impaciente. En palabras de su doctor, Martyn Harlow, Gage “el equilibrio entre su facultad intelectual y sus propensiones animales se había destruido”. Harlow añadía que, después del accidente, Gage estaba pensando continuamente en planes futuros que “abandonaba mucho antes de prepararlos”, cuando previamente se le conocía por ser una persona responsable.

¿Qué nos enseña esto? Pues que, pese a que los detalles de este fenómeno ocurrido en el siglo XIX siguen siendo objeto de estudio (porque seguimos sin saber muy bien cómo funciona el cerebro), existen lazos de causalidad entre las lesiones cerebrales y la alteración de la personalidad. De hecho, se piensa incluso que pueda ocurrir lo mismo en el caso de los asesinos en serie, porque es muy común que hayan sufrido un golpe violento en la cabeza durante su infancia, como ha teorizado el psiquiatra alemán Kurt Schneider.

En cambio, la tesis opuesta a la que yo he defendido, según la cual la conciencia estaría separada del cerebro, ha fracasado siempre estrepitosamente a la hora de demostrar su veracidad. Este tipo de afirmaciones pueden ser muy convincentes aparentemente en el marco de trucos de prestidigitación o estafas mentalistas, pero cuando se las sitúa en el marco de la experimentación científica, los resultados son siempre decepcionantes.

Esto es lo que pasa con los relatos de personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte, en las que se relatan episodios de acercamiento a una luz blanca al fondo de un túnel, o de separación del alma con respecto del cuerpo, de tal manera que estas personas incluso dicen haber sido capaces de ver objetos que no podrían haber visto con sus ojos estando en posición tumbada.

El problema es que esto mismo ha sido, también, sometido a experimentación científica, notablemente con el estudio multicéntrico realizado en los Estados Unidos Awareness during REsuscitation – A multi-center study of consciousness and awareness in cardiac arrest, en el cual por ejemplo se han colocado objetos incongruentes encima de armarios en las habitaciones de hospitales donde se producían esas supuestas experiencias cercanas a la muerte, y se ha constatado que ninguno de los testigos de estas experiencias han dicho haber observado presencia alguna de este tipo de objetos.

Y lo mismo ocurre con todo lo que releva de la telepatía, la telekinesia, los médiums, la comunicación con los espíritus, la capacidad de ver el aura que rodea nuestro cuerpo, etc., cosas que mucha gente afirma ser capaz de practicar. Y es frecuente oír que, ciertamente, existen charlatanes que afirman poder hacer tales cosas, pero que existen verdaderos médiums, o gente capaz de practicar la telepatía y toda clase de poderes relacionados con el cerebro.

Por este motivo, hay gente que, con un espíritu zetético [2], como el ilusionista y escritor canadiense James Randi, propuso que, en lugar de ir interrogando uno por uno a los que afirman tener estos poderes, se les invitara a que vengan voluntariamente a demostrar, bajo condiciones experimentales, si sus poderes son reales.

Y durante 51 años, la fundación James Randi organizó el concurso del “One Million Dollar Paranormal Challenge”, en el que cualquier persona que lograse, en condiciones experimentales convenidas previamente, demostrar alguna capacidad mental que releve de lo sobrenatural, sería recompensada con la suma de un millón de dólares. Uno podría imaginarse que, con una suma de dinero de tal magnitud, los verdaderos médiums y verdaderos practicantes de telepatía o telekinesis se habrían precipitado todos hacia la Fundación James Randi para obtener el cheque de un millón de dólares.

Pues no ha sido así en absoluto. Hubo aproximadamente un millar de personas que lo han intentado a lo largo de los años, representando apenas una veintena de aspirantes al año, lo cual es muy poco en comparación con la cantidad de personas que afirman tener tales poderes.

¿Alguna persona logró hacerse con el millón de dólares? Por supuesto que no. En 2015, la iniciativa tomó fin sin que nadie haya ganado la suma, y se pueden encontrar fácilmente en internet vídeos de gente que ha fracasado sistemáticamente a la hora de demostrar sus poderes (pondré el enlace al final del artículo).

Por lo tanto, tenemos pruebas sólidas de que la conciencia surge solamente de interacciones electroquímicas que tienen lugar en el cerebro, y ninguna prueba de que la conciencia pueda emanciparse del cerebro. Y cuando digo que no existe ninguna prueba de ello, lo digo a pesar de una innumerable cantidad de oportunidades para demostrar lo contrario. No es que no se haya tratado de verificar que la separación del “alma” con respecto al cerebro exista. Ha habido numerosas personas que han afirmado poder demostrar tal cosa, y han fracasado todos sistemáticamente. De allí a deducir que las separaciones del “alma” con respecto del cuerpo no existen, sólo hay un paso.

Y no es que los científicos hayan tenido una mala voluntad, o hayan sido demasiado estrictos, escépticos o exigentes con respecto de las pretensiones paranormales y religiosas. El método científico no consiste en otra cosa que interrogar la realidad de la manera más fiable que sea posible, y por lo tanto evitando el error. Y es cierto que este método científico es a veces muy estricto, pero eso sólo es un problema para las afirmaciones falsas, que son precisamente las que necesitan que haya errores para pretender ser ciertas. Una afirmación verdadera no puede ser demostrada como falsa constantemente, aun con un protocolo experimental que fuese estricto hasta lo absurdo. Si yo digo que la gravedad existe sobre la Tierra, ni siquiera el científico más excesivamente exigente logrará demostrar por la experiencia que no tengo razón, porque la realidad le demostrará sistemáticamente que mi afirmación es verdadera.

Y si ninguno de los efectos supuestos de la existencia del “alma” ha logrado demostrar su realidad, ello se debe simplemente a que no son reales. Y la única conclusión que uno puede sacar de ello es que la conciencia existe, pese a la inexistencia del “alma”.

De hecho, la existencia de la conciencia se explica sin mucha dificultad por los mecanismos cognitivos de la naturaleza y los seres vivientes, que han sido abundantemente demostrados con la más elevada exigencia científica. Se sabe que las especies evolucionan según la selección natural. También se sabe que dicha selección está relacionada con el ecosistema de una especie y el nicho ecológico que ocupa, en el cual la estrategia para sobrevivir varía según las especies que consiguen sobrevivir. Los individuos que nacen con un patrimonio genético ventajoso para ellos y su especie, en el ecosistema donde viven, van a tener más probabilidades de reproducirse y difundir sus genes. En cambio, los que nacen con un patrimonio genético desventajoso se extinguen más fácilmente, sin llegar a poder difundir sus genes.

Y, como se podrá ver en la imagen de abajo, este fenómeno es arborescente. En ausencia de una gran catástrofe, cuanto más tiempo pasa, más aumenta el número de especies, cada una de ellas estando especializada en una estrategia de supervivencia en un nicho ecológico determinado. La consecuencia de ello es que el ecosistema tiende progresivamente a ser cada vez más complejo, y por lo tanto los peligros que conlleva se vuelven cada vez más numerosos, sutiles y variados.

Por ello, a partir de un momento dado de la evolución, la capacidad de un animal para analizar una situación, y tomar decisiones adaptadas a la misma, no sólo se convierte gradualmente en una estrategia de supervivencia pertinente, sino incluso inevitable. Tal vez en un nicho ecológico simple, la conciencia no sea necesaria (al menos en el sentido de una conciencia que tenga una capacidad de tomar decisiones, cuyas consecuencias se puedan anticipar, con mayor o menor acierto). Pero en un nicho ecológico más complejo, dicha capacidad se vuelve indispensable para la supervivencia de una especie.

Por lo tanto, podemos permitirnos pensar que el surgimiento de la conciencia se debe al hecho de que, en un momento dado, los ecosistemas se volvieron cada vez más complejos. Y es incluso posible que, en estas condiciones, el surgimiento de dicha conciencia sea inevitable para la supervivencia de determinadas especies.

En cuanto a la conciencia humana, desde un punto de vista ontológico, no tiene nada de particular o especial con respecto a la conciencia animal. Es, a lo sumo, un caso particular por el hecho de que reúne las condiciones necesarias para el surgimiento de la civilización, que es un fenómeno propio del Homo Sapiens.

Por lo tanto, la conciencia tampoco es, en modo alguno, una prueba de la existencia de Dios, y su surgimiento se explica perfectamente por los mecanismos conocidos de la evolución de las especies, sin tener que recurrir a Dios o cualquier otra cosa que releve de lo sobrenatural.

Con este artículo terminamos la serie sobre las distintas variantes de un mismo tipo de argumento, el argumento atributivo, que, lo vuelvo a explicar, consiste en atribuir a Dios el mérito de la existencia de una cosa. Ya sea con el caso del argumento histórico, del argumento moral, del argumento de la revelación o del argumento de la conciencia, en todos estos casos lo que se atribuye a Dios se explica perfectamente sin la existencia de Dios, y tampoco hay prueba alguna de que tendríamos que atribuir la causa de estas cosas a Dios.

Lo único que podría disculpar que creamos en Dios, sobre la base de tal argumento, es que estos argumentos podían ser convincentes en una época (no tan lejana de hecho) en la que aún no disponíamos de elementos que pudiesen ofrecer una explicación naturalista a todos estos fenómenos.

Por dar un ejemplo, en la Grecia antigua, fue calando el mito de Zeus como Dios supremo de los griegos para explicar el fenómeno meteorológico del rayo. Sin embargo, con la modernidad, la práctica de utilizar a Dios (o los dioses) como explicación a los fenómenos ha ido decayendo más y más. Como dicen Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848:

“En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo… ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos de producción?”

Si bien en el pasado el hombre era esclavo de los fenómenos de la naturaleza por los caprichos de los dioses, la humanidad ha ido siendo más y más capaz de dominar estos fenómenos de la naturaleza para utilizarlos en beneficio propio.

Una última reflexión. Aunque en la Antigüedad y la Edad Media no se disponía de las explicaciones naturalistas para explicar los fenómenos de la propia naturaleza, aún en aquellas circunstancias, ello seguía siendo insuficiente para pretender que Dios era la causa de estos fenómenos.

¿La conclusión de esto? No cabe lugar para atribuir a Dios la existencia de cualquier cosa, mientras no se haya demostrado su existencia.

Notas

[1] Esta forma incorrecta de razonar, se da por ejemplo frecuentemente en las esferas conspiranoicas de extrema derecha (y de izquierda, también hay que decirlo). Por ejemplo, se constata que existe una inmigración, ciertamente descontrolada, por las decisiones de nuestros políticos, nacionales y de la UE, por el espacio Schengen, etc., aparte de todas las causas, que son múltiples, de los flujos migratorios desde el sur hacia el norte. E independientemente de que uno pueda desear o no desear la inmigración, el hecho es que esta inmigración existe. Esto es algo factual. Pero de allí a atribuir la causa de esta inmigración al Plan Kalergi, a Soros o a la teoría del “Gran Reemplazo”, ya media un trecho. Entonces lo repito: que algo exista, no implica que la causa que atribuimos a lo que existe, exista también.

[2] La zetética es una posición filosófica que se basa en el escepticismo y el descreimiento para buscar la verdad. Del griego zetetikós (buscador, que busca o le gusta buscar), es otro nombre para designar escepticismo, o mejor dicho, su método, que consiste en buscar siempre la verdad, sin decir nada, incluida la imposibilidad de alcanzarla. Esto lo distingue del dogmatismo, que cree haber encontrado una verdad, pero también del sofisma, que renuncia a buscarla.

Fuentes:

  • Jakob Johann von Uexküll, Umwelt und Innenwelt der Tiere (1909).

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