Negar la realidad no es progresista

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Martín Frasso, antropólogo social

Negar la realidad lleva años estando de moda. La preocupación por no ofender a nadie, la creencia de que no se debe opinar sobre nada que uno no haya vivido en carne propia y el miedo a «regalarle argumentos a la extrema derecha» hacen que millones de personas se pasen el día negando, escondiendo y minimizando verdades incómodas con el objetivo de proteger a los más vulnerables.

Este fenómeno, globalmente extendido, tiene su origen en lo que se conoce como la cultura woke. La cultura de luchar consciente, proactiva e incesantemente contra todas las injusticias sociales, señalando toda muestra de intolerancia, exclusión y desigualdad, y proponiendo a cambio los valores del respeto, la inclusión y la equidad.

Como concepto, la cultura woke es una idea estupenda. ¿Quién no querría vivir en un mundo en el que la justicia y la armonía fuesen la norma, y en el que todas las personas estuviesen igual de comprometidas en mantener ese statu quo? La cuestión es que, para conseguirlo, hace falta pensar y trabajar con honestidad, y es aquí donde la cultura woke cojea.

¿Cómo se puede erradicar el machismo si solo se lo señala en las clases económicas medias y altas, y no en las clases bajas y en la población migrada? ¿Cómo se puede educar a los niños si se considera que la edad no es un factor que haga a las personas más maduras o menos maduras? ¿Cómo se puede promover la salud mental si las afectaciones psicológicas son concebidas como «maneras diversas de funcionar» y no como problemas que pueden ser tratados?

Negar los hechos no los hace desaparecer, ni tampoco ayuda a resolver las situaciones de injusticia asociadas a ellos. Negar el machismo en determinados sectores de la población no acabará con el clasismo y la xenofobia; negar la falta de madurez en los niños no acabará con el edadismo; y negar las afectaciones psicológicas en quienes las padecen no acabará con el estigma de la salud mental.

El progreso social no puede pasar por disfrazar la realidad de algo más cómodo y más fácil de gestionar. Tampoco puede pasar por pretender que existen diversas realidades y que todas son igual de válidas (o, peor aún, que únicamente son válidas aquellas que no ofenden a nadie). La realidad siempre es una, y frente a ella pueden existir tantas percepciones, opiniones y posturas como personas hay en el mundo. Pero estas percepciones, opiniones y posturas en ningún caso modifican los hechos. Y aquí está el quid de la cuestión. El verdadero reto no es negar los hechos que producen incomodidad, sino saber qué hacer con ellos.

Ser honesto, por lo general, se considera una virtud. Cuando una persona tiene la capacidad y la valentia de reconocer sus propios sentires, pensares, errores y contradicciones, esta persona suele ser aplaudida y revestida de un cierto heroísmo. Sin embargo, cuando se trata de defender causas sociales, la honestidad puede llegar a ser vista como un estorbo.

En el marco del tironeo ideológico-político entre la izquierda y la derecha, hay quienes aseguran que para «ganarle la batalla» a la derecha lo que hay que hacer es llevarle la contraria en absolutamente todo. Incluso cuando esta tiene la razón. Si, por ejemplo, la derecha dijese que el pasto es verde, lo correcto sería negar este hecho y decir que el pasto no es verde sino que su color varía en función de la visión cromática de cada persona. Otras opiniones sugieren que lo mejor es evitar a toda costa los temas sensibles, y, en caso de que la derecha los mencione, intentar desviarlos hacia otros asuntos. Si, por ejemplo, la derecha dijese que los narcopisos son un foco de violencia, lo correcto sería desviar este tema hacia el hecho de que muchas personas no pueden pagar un alquiler y sufren la violencia de las entidades financieras que especulan con las viviendas vacías.

Quienes defienden estas dos tácticas consideran que reconocer una verdad en palabras de la derecha equivale a «hacerle el juego», o, en opiniones más extremas, a ser de derecha uno mismo. Lo importante no es ser honestos y consecuentes con la realidad, sino hacer ver que el adversario siempre está equivocado. Si un proyecto de ley tiene errores de planteamiento, es mejor seguir adelante con su tramitación que «darle la razón a la derecha» y pararse a revisarlo. Si una campaña electoral no ha dado buenos resultados, es mejor acusar al electorado de facha o de ignorante que «darle la razón a la derecha» y sentarse a hacer autocrítica.

Quitarle validez a cualquier cosa que haya sido verbalizada por la derecha simplemente porque ha sido verbalizada por la derecha no solo es deshonesto sino que, además, limita el campo de reflexión de las personas, condenándolas a pensar pura y exclusivamente dentro de los parámetros de lo que se considera «de izquierda», «progresista» y «políticamente correcto». Una especie de dictadura cognitiva, impuesta activamente por algunos y acatada temerosamente por otros, en la que el pensamiento único es la norma y en la que razonar y discrepar son actividades de riesgo.

Por último, no se puede dejar de señalar el trasfondo paternalista que tiene el hecho de ocultarle verdades incómodas a la población para que estas no lleguen a manos «poco sensibilizadas» y acaben siendo, de manera intencional o por accidente, utilizadas para «hacer el mal». Como si existiese un número selecto de personas ilustradas con la capacidad y la potestad de decidir en cada momento lo que el resto de la población está preparada o no está preparada para saber. Parecido a cuando un jinete le pone anteojeras a su caballo para que este pierda su visión panorámica y se concentre solo en lo que tiene delante.

¿Acaso hay personas que pueden ser guardianas de la verdad y otras que solo pueden acceder a ella bajo supervisión? ¿Acaso la gente de a pie, que no es ni política ni activista ni especialista en temas sociales, es demasiado torpe para manejar información sensible? ¿Negar que en un barrio determinado hay un alto índice de delincuencia hará que las personas perciban ese barrio inseguro como seguro y dejen de estigmatizar a sus habitantes?

Spoiler: la gente no es tonta. Decir que el emperador está vestido cuando todos pueden ver que va desnudo solo produce falta de credibilidad. Y la derecha, ya sea centrada, moderada o extrema, saca mucho provecho de ello. ¿Qué mejor manera de ganar simpatizantes que ponerse a señalar obviedades mientras la parte contraria se dedica a negarlas? Antes del auge de la cultura woke, la credibilidad ideológica y política se ganaba a base de buenos argumentos o, en su defecto, a base de buenas mentiras. Actualmente solo basta con afirmar en voz alta y con firmeza que el fuego quema y que el agua moja.

Pretender generar un cambio social a mejor sin antes reconocer las verdades y problemas de la sociedad es como pretender curar a un paciente sin conocer su historia clínica y sin saber qué enfermedad tiene. Sencillamente, no se puede. La verdad a veces fastidia, pero la negación es un callejón sin salida. Negar la realidad no ayuda a nadie. Negar la realidad no es progresista.

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