Por Reis A. Peláez (Bruxabona)
Estamos a finales de agosto y, aunque no dispongo de las evidencias científicas necesarias, ya que los sondeos, estudios y estadísticas al respecto ni existen ni soñamos con que surjan en un futuro próximo, medio o lejano, no tengo la menor duda de que un aplastante porcentaje de las mujeres con empleo remunerado en el hemisferio norte del planeta que se incorporen o estén próximas a incorporarse a su puesto de trabajo tras sus semanas de vacaciones estivales no habrán gozado en absoluto de tan merecidas vacaciones. Y es que, porque de lo que sí tenemos evidencias científicas es sobre la dedicación por sexos a ese trabajo esclavo que hacemos las mujeres y que sostiene el sistema, podemos deducir que no solo no habrán dejado de comprar, cocinar, limpiar…, sino que también habrán aprovechado el tiempo que les deja la ausencia de obligaciones remuneradas para realizar todo ese trabajo atrasado que se ha ido acumulando, ya que esa magnitud, el tiempo, no sabemos aún manipularla para que dé más de lo que permiten razones físicas inevitables. Y lo que estoy contando es una análisis de la realidad material, no es una creencia ni una suposición del pensamiento mágico ante la ausencia de entendimiento de fenómenos naturales.
Es, por tanto, una realidad incuestionable que las mujeres nos seguimos ocupando de un trabajo no reconocido ni siquiera moralmente por el sistema y así seguirá siendo mientras no terminemos con el patriarcado y todo apunta a que vamos a tardar un poco más de lo que a muchas nos gustaría. Y esto es así porque estamos tratando sobre parte del grueso de la raíz de este régimen que nos ha sometido durante milenios: esa esclavitud silenciosa a la que nos debemos la mitad oprimida de la humanidad para que todo se sostenga. Muchas feministas defendemos tanto la socialización de esta ocupación como un avance tecnológico que nos libere de esta servidumbre milenaria y que por alguna extraña razón se nos presenta como goteo a lo largo de las décadas (lavadoras, lavaplatos…), pero no acaba de llegar del todo.
La maquinaria patriarcal tiene unas piezas muy bien diseñadas que funcionan con precisión absoluta: las mujeres tienen una ocupación 24 horas al día, siete días a la semana y los 365 días del año durante todas sus vidas, sin descanso, sin ningún tipo de derechos: bajas, vacaciones remuneradas… y este trabajo se hace en solitario, en el seno de nuestros hogares y quienes se benefician de él son personas con las que la mujer tiene un vínculo emocional muy especial, aderezado por ciertos procesos hormonales con que la naturaleza nos castiga para mantenernos atadas a nuestras criaturas, con lo cual, no vemos, no compartimos nuestro sufrimiento con otras mujeres. Estas condiciones de esclavitud dejan poco margen para que las mujeres se organicen y creen su propia lucha y es la razón por las que las grandes Firestone o Millet crearon en los primeros setenta los grupos de conciencia feminista donde las mujeres podían compartir sus experiencias y constatar todo lo que tienen de estructural sus sufrimientos.
Lo que no sabemos, pero podemos suponer, es cuál era la situación laboral de aquellas mujeres y es muy probable que se alejara bastante de la empleada del hogar, la teleoperadora, la cajera del supermercado, la administrativa… que dedica a su empleo cuarenta horas a la semana (o más) a las que hay que sumar las dos o tres diarias que les lleva ir y volver a su lugar de trabajo y, cuando llega a casa, se mete en la cocina mientras que a la vez que prepara la cena y la comida del día siguiente, recoge la ropa del tendal, tiende la de la lavadora y riñe a su hijo adolescente para que, al menos, le vaya a la tienda por algo que necesita urgentemente. A mujeres con este perfil, representativo de la mayoría de las mujeres de la clase trabajadora, no les podemos ni debemos exigir que rompan esos vínculos o renuncien de manera unilateral a seguir encargándose de ese trabajo esclavo para quedarse al terminar su jornada a una asamblea para preparar una huelga o acudir a la sede del partido a la última reunión de la afiliación.
Estas mujeres lo que necesitan es tiempo y quien dice tiempo dice vida. Estas mujeres que recogen todo el estropicio que hizo Paco para hacer la comida, limpian el baño donde se duchan los niños y sabe lo que necesita la pequeña a la que ya no le vale la ropa, ven la luz cuando les dicen que pueden reducir su jornada de empleo remunerado por una pequeña pérdida salarial y nadie les explicó que hasta prácticamente antes de ayer eso suponía una pérdida de cotización espantosa de cara a su jubilación. Esa es la fuente de las grandes brechas económicas que nos atraviesan a las mujeres: la salarial y la de pensiones. Y siguen sin tener vida
Entonces llega el teletrabajo y las que pueden gozar de él se libran de las dos o tres horas diarias que empleaban para llegar a su lugar de trabajo y, además, pueden simultanear su trabajo esclavo con el remunerado, con lo cual, de pronto, por primera vez tienen tiempo para leer, por ejemplo, este artículo y empezar a tener conciencia feminista, miran las redes sociales, se enteran de lo que está ocurriendo y hasta empiezan a ir a las convocatorias feministas, que, por lo común, suelen ser muy respetuosas con los tiempos de las mujeres. Empiezan a tener vida.
Pero entonces llega Juan Luis, el delegado sindical y les dice que hay que negarse al teletrabajo y les da lecciones de feminismo explicándoles que volver a meterse en casa es volver al pasado de esclavitud de las mujeres, como si esa esclavitud de las mujeres perteneciera al pasado. Juan Luis, que tuvo una madre que le limpiaba el baño y le compraba la ropa cuando no le servía, necesita a las mujeres atadas a su mesa de trabajo para poder organizar la lucha sindical, esa a la que solo le interesa el trabajo reconocido y remunerado, al que hemos venido llamando productivo, frente al despectivo reproductivo con que se denomina el que hacen por explotación absoluta las mujeres, mientras les explica que eso es “feminista y mucho feminista”. Pero un análisis auténticamente feminista es global y aglutinador de todo el entorno patriarcal de la mujer, no se centra únicamente en una situación concreta aislada.
Lo que Juan Luis, Paco y Manolo no entienden es que lo que queremos las feministas es terminar con la esclavitud de las mujeres con la adecuada socialización y robotización de ese trabajo, reducir las jornadas laborales de todo el mundo sin que ello implique ninguna rebaja salarial y lograr una sociedad capaz de abolir de una vez por todas el maldito patriarcado: una sociedad formada por personas que dispongan de su tiempo para reunirse, leer, estudiar o ir al cine, pero que todas tengan vida, no solo la mitad. La universalización de la racionalización del tiempo forma parte de la agenda feminista y debería formar parte de la de toda lucha por romper con cualquier tipo de opresión.
Dicho esto, solo me queda gritar una verdad para la que no necesitamos inventar ninguna lengua: un sindicalismo feminista es posible.
Muchas gracias por el artículo. Creo que sería interesante analizar cómo en muchos hogares, no sólo de parejas heterosexuales, el reparto más «igualitario» de esas tareas domésticas y la carga mental que conllevan…se ha ido «»»logrando»»»» con la explotación de las mujeres migrantes que han ido llegando. Y lo que parece progreso en nuestros países, sigue siendo más de lo mismo… El hombre no asume y para que nosotras no llevemos esa doble jornada, se le paga una miseria a mujeres más pobres, algunas internas, también en situación irregular, generalmente sin contrato, cuidadoras de personas mayores muy dependientes……a las que se les exige como a nadie (porque todo el mundo quiere su casa impoluta, sus ancianos protegidos y a sus hijos/as educados y bien alimentados). Creo que deben ser nombradas en este asunto, cubren lo que los hombres y el Estado siguen sin querer asumir….y ellas, desde sus vidas humildes y sus manos fuertes, levantan nuestros países sin que nadie las nombre ni las valore.