Jesús Carretero Ajo
I
Hubo un tiempo, como detenido,
en el que las mujeres sufrieron un invierno permanente,
con el cuerpo como una planta adaptada al frío
demasiado embotado para pensar.
Fue cuando el morado de los amaneceres aún no existía,
cuando el cruel dios de la biblia o los hombres
que lo inventaron mentían a las mujeres
al enseñarles a esconderse, a bajar la mirada,
a avergonzarse, a tener miedo,
un miedo que, una vez cerrada la puerta de los sueños,
hacía nido en sus cuerpos y aniquilaba sus vidas.
Pero ocurrió que las mujeres se transformaron
en sujetos y quisieron ser como las nubes o como la luz radiante,
y comenzaron a desear el vuelo de las aves
y a luchar por conseguirlo cada vez con más furia.
Y como les sobraban los motivos,
transformaron su grito en violento torrente
derribando las cuatro paredes
en las que malvivían encerradas durante siglos
como muñecas rotas y se alzaron,
porque su cuerpo ya no era el hogar de nadie,
promoviendo cambios, apropiándose de sus nombres,
dejando de ser parte de las que callaban, temían y lloraban
y diciendo rotundamente no a los que rechazaban su voz,
negaban su historia o impedían que se sintieran bien.
Y aunque anónima nunca fue el nombre de ninguna mujer,
por fin abandonaban la zona de invisibilidad
en la que estuvieron desterradas mucho tiempo.
II
Hoy igual que ayer los fanáticos del azul y rosa,
haciendo alarde de su poder y jadeantes de rabia,
pretenden que todo permanezca inmutable
rebajando a las mujeres -temen su fuerza prodigiosa
capaz de ganarles la partida del futuro-
a la condición de objetos sexuales,
discriminándolas a golpes de ley
y borrando su existencia hasta de los diccionarios;
pero ellas continúan luchando
sin que haya armas que las rindan
y arriesgando incluso su vida por igualarse al todo,
por evitar que su grito de guerra violeta
se torne amago de un aliento
cayendo en la oscuridad final hecho pedazos
y que más que rescoldo fugitivo,
flotando entre el silencio de las conjeturas,
siga siendo un torbellino de fuego en los corazones
y en los puños en alto
para con sus cuerpos continuar construyendo ágoras
y con sus brazos eslabones y tambores de guerra justa
con sus pasos y con su voz ser una sola de rayo y piedra.
Y si bien sabe el poeta
que no son suficientes las palabras
para expresar la pasión y el arrojo que las mujeres,
como arrollador oleaje,
despliegan en su lucha hasta el final
por la igualdad efectiva entre sexos y por abolir
definitivamente el género que las sojuzga,
estas resultan, sin embargo, muy necesarias para glosar
su fuerza emancipadora de poderosas amazonas
contra los patriarcas, puesto que en sus manos
se hallan las claves de que otro mundo,
en el que lo pueden ser todo
– la música de la tierra y su esperanza-, es posible.