Sobre la existencia de la gordofobia y las “gordibuenas”

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Por Karina Castelao

Aprovechando que la MET Gala de este año ha estado dedicada a uno de los personajes más clasistas, misóginos y gordófobos del siglo XX, Karl Lagerfeld, voy a hablar sobre la gordofobia y las gordas. Sí, en femenino. Y sí, gordas, sin eufemismos.

Antes de nada, vamos a definir qué es realmente la gordofobia. La gordofobia es un tipo de discriminación que consiste en el desprecio y rechazo que sufren las personas gordas, o más bien, las personas que no están delgadas, basado en el prejuicio de que están así porque quieren, porque son perezosas, indolentes y nada disciplinadas.

Esta percepción, además de estar totalmente alejada de la realidad, como todo buen prejuício, es irracional. No me voy a enrollar explicando cosas más que sabidas como que el estar (no «ser») gordas o gordos es algo circunstancial que depende de múltiples factores como la genética, las enfermedades, el tipo de alimentación, la actividad, el nivel sociocultural, la zona geográfica, la edad, el sexo, la salud mental… exactamente lo mismo que en cualquier otra situación por la que atraviesa el ser humano a lo largo de su  vida y que puede ser cambiante. Me voy a limitar a decir que es una eventualidad más o menos duradera que atañe muchísimas personas y que no ha de tener un tratamiento distinto del resto de circunstancias vitales.

Pero empecemos por el principio. La obsesión con la delgadez femenina es algo relativamente moderno y ha estado siempre ligado al privilegio de clase. Hasta finales del siglo XVIII el estándar ideal del cuerpo de la mujer era totalmente contrario al actual. Mujeres de formas suaves y redondeadas de generosos pechos, amplias caderas y curvados vientres. Y fue así hasta el Romanticismo. Con el Romanticismo en canon corporal femenino cambió. El paradigma de belleza pasó entonces por mujeres jóvenes, torturadas por la pasión, lánguidas, delgadas y cuasienfermizas. Al parecer, ese prototipo, que también compartían algunos hombres, iba directamente relacionado con el auge del consumo entre las élites de ciertas sustancias muy populares en la época como eran los opiáceos.

El siglo XIX no hizo más que consolidar esta tendencia entre las damas jovenes de las clases altas, y sobre todo, tras el descubrimiento de la penicilina, llegando a casos tan sintomáticos como el de la emperatriz Isabel de Austria, la famosa Sisi, de la que se decía que había ingerido voluntariamente un parásito intestinal (la tenia) para mantener su exagerada cintura de avispa de solo 47cm en 50kg de peso y 172cm de estatura.

Por otra parte, hasta el descubrimiento de la penicilina la grasa corporal era la que nos mantenían con vida mientras el cuerpo luchaba por combatir las infecciones, por eso el gusto y la estética se inclinaban hacia los cuerpos robustos y algo entrados en carnes como símbolo de salud y de estatus. Pero desde el momento en que las medicinas hicieron el trabajo que antes debía realizar nuestro organismo, la gordura empezó a relacionarse con las clases populares y la delgadez con la elegancia y el buen gusto. De ahí que durante el siglo XIX el ideal de belleza no estaba en las mujeres lozanas ni saludables, sino en un look más gótico, encarnado a la perfección por la musa victoriana Elizabeth Siddal (1829-1862). Esta modelo londinense posó para muchos de los pintores de la época y su cuerpo delgado de piel blanca y cabellera roja se hicieron pronto muy populares. Y aunque se creía que Siddal tenía tuberculosis, la tesis más plausible es la de que era anoréxica y adicta a los opiáceos. Sin embargo, el aspecto tuberculoso, -delgadez extrema, piel blanca, ojeras- era la aspiración estética de muchas mujeres.

El siglo XX no hizo más que reforzar y abundar en el patrón que relacionaba delgadez a elegancia y clase y gordura a pobreza y falta de distinción. Una de las muchas estrategias que utilizó la industria del tabaco para atraer a las mujeres fue la de asociar el consumo de cigarrillos con la perdida de peso. En la década de los 20 del pasado siglo, el look que triunfaba era el de las flappers, mujeres con el cabello a lo garçon y los pechos pequeños, que flirteaban con un aspecto andrógino y que fumaban cigarrillos con largas boquillas. En la década de los 30 y 40 el cine y la moda, como siempre, contribuyeron ampliamente a mantener estos estándares con actrices como Greta Garbo o mi idolatrada Katharine Hepburn como representantes de la elegancia y sofisticación, mientras convivían por primera vez con es prototipo de mujer voluptuosa y vulgar que encarnaba Mae West. Y, por supuesto, con la aparición de la primera gran creadora de moda: Coco Chanel. De ella, cuenta la leyenda que decía que una mujer nunca era lo suficientemente rica ni lo suficientemente delgada.

Tras la gran guerra, como es de prevér, la cosa aflojó. Volvieron los cánones de belleza más sanos y más robustos como simbolo de recuperación, pero de nuevo en los 50, y fomentada por esas dos grandes industrias de la gordofobia y la misoginia que son el cine y la moda, el prototipo de mujer delgada y casi huesuda representado por la otra Hepburn, Audrey, y sobre todo de la moda con modistos como Givenchi, resurgieron con más fuerza y con la intención de permanecer. Curioso es que también en esa época se recuperara de nuevo ese canon de mujer voluptuosa y sensual que habia encarnado Mae West y que ahora encarnaban Marilyn Monroe, Sofía Loren o Liz Taylor. Pero, eso sí, desde el doble baremo de mujer elegante y refinada como Audrey, o sensual y vulgar como Marilyn.

Y llegamos a los 60 y los 70 y Twiggy y la minifalda y Mary Quant, y de nuevo mujeres extremadamente delgadas como modelo a aspirar por todas las jóvenes. 

Los 80 fueron un respiro entre el aeróbic y los excesos estéticos de la década, pero tras ese breve kitkat, el patrón decimonónico de mujer esquelética volvió con más fuerza de manos de las pasarelas de los 90 y, sobre todo de modistos como Karl Lagerfeld que sacó a pasear toda su gordofobia interiorizada tras perder más de 40 kilos para enfundarse en los trajes de  Heidi Slimane. Mientras fue director artístico de Chanel, su gordofobia se manifestó en muchas ocasiones, fomentando a traves de las modelos estilos insanos de alimentación e insistió en que a nadie le interesaban las mujeres gordas. Pero, claro, para el Kaiser de la Moda, las “mujeres gordas” eran cualquiera a la que no se le marcara todo el costillar. De hecho, fue escandaloso en su momento el litigio que mantuvo con la multinacional de moda H&M por incumplimiento de contrato. Tras un acuerdo de colaboración, el modisto se negó a realizar una pequeña colección de ropa femenina porque él no diseñaba “para gordas” y la empresa le exigía modelos hasta la talla 42. Obviamente perdió.

Aún así, este despreciable personaje siguió siendo el gurú de la moda y de la elegancia, animado sobre todo por su relación con las élites europeas y norteamericanas. Ese desprecio por las mujeres corrientes iba acompañado de la absoluta adoración recíproca por mujeres glamurosas y ricas como Carolina de Mónaco o supermodelos como Claudia Schiffer. De modo que el clasismo engordaba al clasismo mientras adelgazaba el cuerpo femenino. Fue la época de la epidemia de la anorexia, de las Kate Moss esnifando cocaina y de Lindsay Lohan ebria, pero eso sí, sin superar ninguna de las dos los 50 kilos de peso.

Los 90 fueron también un punto de inflexión, sobre todo con la aparición de un movimiento con muy buenos objetivos pero que al final ha resultado ser otra forma más de reforzar el machismo y el sexismo que siempre acompaña a la percepción del cuerpo de las mujeres: el Body Positive. En 1996, las “feministas” Elizabeth Scot y Connie Sobczak impulsaron este movimiento que poco a poco fue ganando adeptos y cobrando mayor fuerza gracias a la publicación de la revista Belleza XL, en la cual empezaron a aparecer las primeras modelos curvies, abanderadas del movimiento.

El Body Positive surge como consecuencia de las reacciones indeseadas que provocan los patrones estéticos a través del mundo de la moda y del cine, dando a entender que solo existía un tipo de belleza de cuerpos delgados y perfectos como única manera de estar bien. Sin embargo y como esta percepción distorsionada de la realidad lleva a muchas mujeres a depresiones o trastornos alimenticios – con lo que esto supone a nivel de salud de la población y de gasto sanitario – al no alcanzar los estándares de belleza impuestos, “con el objetivo de ver lo positivo y evitar caer en un bucle de hábitos poco saludables o compulsivos nace el body positive o body positivity para que aprendamos no solo a aceptarnos si no a vernos y sentirnos a gusto con nuestro propio cuerpo, más allá de los cánones sociales”.

Pero, como el lugar de la mujer en esta sociedad patriacal se lo da su valor sexual, las modelos curvies pronto se convierten en gordibuenas y la aceptación y el amor al cuerpo de las mujeres que están gordas se lo vuelve a dar su grado de sexualizacion. Lo que en mi tierra se dice “desvestir un santo para vestir otro”. Mientras, el estándar de mujer sigue sin cambiar, solo se vuelve a duplicar en la dualidad de mujer elegante, sofisticada, refinada y extremadamente delgada por un lado, y mujer voluptuosa, entrada en carnes y ligeramente vulgar por otro. Claro que esta vez le llaman empoderamiento.

El término “gordibuena» empieza a usarse con la intención de “empoderar” a la mujer, es decir, que las mujeres gordas se sintieran bien consigo mismas, dotarlas de dignidad como persona. Sin embargo, al final no deja de ser otra imposición, otro canon de belleza. La «gordibuena» no es una “gorda” cualquiera, tiene que cumplir también unos estrictos estándares. Tiene que ser guapa, tener unas determinadas formas, estar maquillada, ir a la moda, etc. y sobre todo, sexualizarse como requisito indispensable de ese “empoderamiento femenino”. Ni que decir tiene que hay toda una categoría completa en el porno con ese término.

En resumen. La gordofobia y el clasismo van de la mano. Prueba de ello es la MET Gala donde se homenajeó a una de los personajes que más contribuyó a la discriminación de las mujeres que no cumplen los estándares de belleza que relacionan la elegancia y distinción con la extrema delgadez, mientras que relegan los patrones de  mujer más carnales a la vulgaridad y a la falta de distinción. La gordofobia es un privilegio de clase y como tal, es el prejuicio más aceptado socialmente que hay en nuestos días. No solo aceptado, sino que valorado incluso. De como se manifiesta en ambientes como el escolar y sanitario, llegando a ser una de las principales formas de acoso escolar y violencia sanitaria (incluída obstétrica), de la confusión intencionada y diferencia real entre obesidad y sobrepeso, de como está reforzado por los medios y el mundo del espectáculo y de como es consentido socialmente hasta tal punto de que es el principal origen de su propia existencia, hablaré en otro momento.  

@karinacastelao

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