Existencialistas

Sillas rotas, mesas desperdigadas, un bullicio dentro y fuera de una sala de conferencias abarrotada. Era el 29 de octubre de 1945 y todas las previsiones por parte de los organizadores del acto, los miembros del parisino club Maintenant, fueron desbordadas, ya que aquella conferencia se había convertido en el acontecimiento intelectual de aquel momento histórico. Entre el humo de tabaco y los asistentes, se abría paso torpemente el conferenciante. Era Jean-Paul Sartre y estaba a punto de iniciar el célebre discurso que marcaría el comienzo de la postguerra en Francia: El existencialismo es un humanismo.

El protagonista de La náusea (Sartre, 1938), Antoine de Roquentin, vive su soledad con angustia en la ciudad de Bouville. Es un ser atormentado que no encuentra respuestas que den sentido a su existencia. Queda paralizado ante la posibilidad de que nada tenga sentido. Esto mismo es lo que incapacita ante la vida a Meursault, el protagonista de El extranjero (Albert Camus, 1942), que se muestra en todo momento insensible frente a quienes lo rodean.

Sin embargo, Sartre intentó explicar en aquella famosa conferencia que, a pesar de los personajes de sus novelas, el existencialismo no era una filosofía pesimista, sino todo lo contrario: una filosofía para la acción. Si para los existencialistas la existencia precede a la esencia, lo que determina al ser humano es su propia experiencia, sus acciones, y su esencia será forjada en función de estas. Así pues, por fuerza, los existencialistas debían ser hombres de acción. De ahí el compromiso que los intelectuales franceses mantuvieron con el partido comunista durante la postguerra. Compromiso que se expresaba en publicaciones como Combat  y Les temps modernes, y en espacios de carácter político como la mítica célula 722, la célula de los intelectuales comunistas de París, en la que militó un jovencísimo Jorge Semprún, recién liberado del campo de Buchenwald.

Pablo de Tarso y Agustín de Hipona situaron a dios en el centro del universo, lo que colocaba a los hombres en un plano de igualdad ante el creador y, por tanto, los convertía en portadores de derechos. La evolución intelectual en Occidente fue desplazando a dios hasta que, con los humanistas, a partir del Quattrocento, el hombre ocupó su lugar. Con la Ilustración, el humanismo cuajó en términos políticos y el 26 de agosto de 1789 se proclamó en Versalles la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La Asamblea francesa manifestó una serie de derechos innatos al ser humano, siendo el precedente de otras declaraciones posteriores como la de 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos que sigue siendo el punto de referencia actualmente. Del caudal de conocimiento iniciado por el humanismo cristiano, surgieron declaraciones de derechos que estaban determinadas por la naturaleza, por la esencia del ser humano, y que nos ubicaban en términos de igualdad y fraternidad. De este último concepto, que procede del pensamiento paulino del siglo I, y que será reivindicado por Maximilien Robespierre durante la Revolución Francesa, surgirá a lo largo del siglo XIX la idea de solidaridad.

Decía Sartre, aquel 29 de octubre de 1945, que el existencialismo era un humanismo. Si así fuera, el existencialismo vendría a ser el lugar en el que desembocan las aguas del inmenso caudal de conocimiento que es el humanismo. El ser humano, que desplazó a dios para colocarse en el centro del universo, queda ahora sin esencia, sin naturaleza, ante el subjetivismo existencialista, que hace que la esencia de cada ser humano dependa de su propia experiencia, desvinculándola de una naturaleza de carácter universal. El centro del universo ha quedado vacío. ¿Dónde desembocan las aguas del humanismo? ¿En el mar o en un estanque acotado?

Meursault, el personaje de Camus, toma conciencia de su existencia en prisión, mientras espera la ejecución de su condena a muerte. Para los existencialistas, las circunstancias extremas hacían aflorar la conciencia vital con la que todo adquiere sentido. La muerte podía liberar al ser humano de su angustia existencial. Igualmente todo adquiría sentido en la mente de Nicolás Rubachov, el personaje de Arthur Koestler en El cero y el infinito, mientras permanecía encerrado en los calabozos de la NKVD. Y también para el propio Koestler, que tuvo que soportar las cárceles de Queipo de Llano en la Sevilla de 1937, al ser descubierto como agente de la Internacional Comunista. La reclusión, el encierro, obliga a la reflexión. ¿Tomará alguien conciencia en el curso de nuestro actual confinamiento?

¿Por qué ese desprecio del Gobierno holandés ante los estragos del COVID-19 en España e Italia? ¿Racismo calvinista contra los vagos del mediodía o simple utilitarismo particularista en el contexto de una Europa vacía y sin valores? Existe ahora la posibilidad de que las instituciones europeas retomen el proyecto político original, con el que nació la comunidad europea tras la Segunda Guerra Mundial. Esta vez el BCE está actuando contra la parálisis económica y Francia, por el momento, está defendiendo, junto a España, Italia y otros países, un programa solidario que hace honor a los tres conceptos fundacionales del mundo contemporáneo: libertad, igualdad, fraternidad. Ello solo es posible hoy entendiendo la idea de la casa común europea, tal y como fue presentada por Mijaíl Gorbachov a finales de los ochenta: una comunidad que se expande desde el Atlántico hasta Rusia, con una voz propia a nivel global. Es decir, lo contrario de lo que se ha hecho en las últimas décadas.

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