Presente perpetuo

A José Antonio Muñoz Castro

Se refería el profesor Emilio Lledó, en una conferencia impartida hace algún tiempo en la Biblioteca Nacional, a las palabras con las que Aristóteles tildaba de almas esclavas a quienes solo se preocupan por lo útil, por la utilidad práctica e inmediata de las cosas. Obsesionados tan solo por aquello que sirve para algo, no reparamos en que servir era a lo que se reducía la vida de aquellos a quienes se les imponía la condición de servidumbre o esclavitud.

Walter Benjamin, aquel pensador marxista tan consciente de su herencia judía, insistía en que la expansión del utilitarismo en el mundo universitario, estimando el conocimiento en función del beneficio económico y la salida profesional, suponía la mayor amenaza para el saber y el trabajo intelectual. Benjamin terminó sus días en Portbou, el triste verano de 1940, al tiempo que Europa caía en manos del nazismo. La resistencia de este filósofo a abandonar la esperanza en un futuro mejor contrastaba con aquellos terribles años del fascismo y el exilio, y con una sociedad burguesa que se iría configurando en torno a la inmediatez, el pragmatismo y el interés privado. Con el tiempo, sus ideas se han convertido en una impugnación de la devaluación de las humanidades y de la reflexión crítica en el ámbito académico. También en una defensa de la universalidad ilustrada frente al corsé del pensamiento único.

El neoliberalismo de estos últimos cincuenta años ha consolidado el desarrollo de los principios utilitaristas, que nos alejan de la virtud aristotélica, la reflexión histórica y la conciencia social. La sociedad se ha ido deshumanizando, incapaz ya de mirar al pasado y sin proyecto de futuro, en este tiempo en que ha desaparecido la idea de progreso y al que nos referimos vagamente como postmodernidad. Una suerte de presente perpetuo, como indicaba Eric Hobsbawm en las páginas iniciales de su lúcida Historia del siglo XX.

En contraposición a todo ello, persiste el legado utópico de occidente. La herencia judeocristiana y el pensamiento socialista. La fe en la posibilidad de un futuro mejor, que nace del análisis histórico proyectado en el presente, mediante estructuras organizativas que permitan transformar la realidad. Es lo que está en quiebra pero al mismo tiempo se trata de un ideario clásico forjado a lo largo de siglos. La actual búsqueda compulsiva del placer como guía particular, que hunde sus raíces intelectuales en Mandeville y la Fábula de las abejas, con la que este doctor holandés sentó las bases del liberalismo económico, es precisamente lo que ponen en cuestión los defensores del ideario clásico al que nos referimos: análisis crítico, universalidad, fraternidad y progreso.  Uno de los mayores críticos del hedonismo propio de nuestro tiempo fue precisamente Daniel Bell, otro pensador judío del siglo XX. Como Héctor Abad, aquel hombre bueno al que asesinaron los paramilitares para evitar que se convirtiera en alcalde de Medellín (Colombia), Daniel Bell se declaraba socialista en lo económico, liberal en lo político y conservador en lo cultural.

En los años sesenta italianos, Pier Paolo Pasolini ya denunciaba la degradación cultural provocada por el consumismo. Defendía las tradiciones populares y consideraba el ideal utópico del marxismo como la única posibilidad de emancipación. En El Evangelio según San Mateo, nos daba una lección de cine como arte en movimiento, alargando las secuencias y subrayando los primeros planos. Con un realismo expresivo y de claro sabor barroco, esta película se convirtió en una obra de arte contra la decadencia europea. Hoy es todo un testimonio frente a la velocidad tan característica del cine y la sociedad actuales.

Quizás en España haya sido Alfonso Carlos Comín el intelectual comprometido que mejor haya conectado con ese ideario clásico, en defensa de nuestro legado utópico. Su formación católica le permitió entender la historia con una perspectiva de carácter cíclico y también le aproximó a la realidad social. Las lecturas de Emmanuel Mounier y de otros intelectuales del entorno de la revista francesa Esprit despertaron su compromiso político frente al régimen franquista, ya en los años cincuenta. En los setenta, al tiempo que se le declaraba la larga enfermedad que tan prematuramente acabaría con su vida, participó en la fundación de Cristianos por el Socialismo, formó parte de los comités centrales y ejecutivos del PSUC y el PCE, y dirigió la influyente revista Taula de Canvi.

En muchos de sus textos, como Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia, Alfonso Comín huía de los dogmatismos para defender la pervivencia de la utopía como horizonte de emancipación. Este es el pluralismo actualmente necesario para recuperar el horizonte utópico que nos guíe y nos permita mirar al futuro. Pero ese proyecto social debe forjarse mediante una batalla cultural que está a flor de piel, también en nuestra vida cotidiana. Cuenta su amigo Josep Maria Castellet (Seductores, ilustrados y visionarios) que llamaba la atención la calma con la que Comín jamás dejaba a nadie con la palabra en la boca, durante una conversación. Ni siquiera por teléfono y en la vorágine de la jornada laboral. Siempre cerraba las conversaciones, siempre sonreía. Frente al poder de lo inmediato y el frenesí diario de los horarios y las redes sociales, nuestras actitudes cotidianas se han convertido en actos de naturaleza política. Encontrar tiempo para leer la prensa o conversar, decir sí cuando los compañeros de trabajo solicitan nuestra ayuda, son ejemplos de cómo nuestras actitudes se pueden convertir en una impugnación diaria de los actuales hábitos hegemónicos.

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